Por Felipe ARIZMENDI ESQUIVEL, Obispo de San Cristóbal de Las Casas |

El Presidente de la República ha enviado una iniciativa de ley al Congreso de la República, para que se permita el uso de la marihuana con fines terapéuticos y que las personas puedan llevar consigo una cantidad de 28 gramos, sin que sea delito a perseguir. Se aduce como motivo el ya no criminalizar a los consumidores, influir en la rebaja del precio de la droga y quitarles fuerza a los grandes traficantes, aunque el gobierno se compromete a seguirlos persiguiendo.

Usar marihuana, u otra droga, para curar dolores corporales, ha sido una costumbre tradicional que nadie condena, siempre y cuando sea bajo control médico, o al menos de algún curandero digno de confianza. Dios nos dio las plantas para el bien, y algunas tienen propiedades curativas que debemos conocer y saber usar. La sabiduría de nuestros mayores, indígenas y no indígenas, está fincada en su conocimiento de lo que el consumo o uso de una planta, o de una hierba, puede traer para la salud o la enfermedad de una persona. Esto nadie lo discute. Al contrario; deberíamos recuperar esa sabiduría y usar, agradeciendo a Dios, que nos haya dado plantas para nuestro bienestar. Por tanto, legislar para que la marihuana se pueda usar en la elaboración de medicinas y en su uso racional, con fines curativos, es muy saludable y plausible.

Pero liberalizar la portación y el consumo de 28 gramos de marihuana, en forma personal y sin ninguna restricción, nos traerá consecuencias deplorables. No sólo los adolescentes y los jóvenes, sino también las personas mayores, hombres y mujeres, empezarán a sentirse autorizados a consumirla, primero en pequeñas cantidades, para luego aficionarse a ella y caer en cadenas de las que difícilmente podrán desatarse o liberarse.

Sucederá como con el alcohol. Cualquiera invita a tomarse una copita, sobre todo en fiestas o reuniones sociales, lo cual no está prohibido y es socialmente aceptado, pero para algunos es el inicio de una cadena, llegando a consecuencias que todos conocemos. Se sienten bien con unos “tragos”, no afrontan con madurez sus problemas, y se ponen en una resbaladilla que les puede llevar al barranco. Con la marihuana será igual, o peor, por los efectos que produce en el cerebro y en la conducta de los consumidores. Pronto veremos, en cualquier fiesta, que hay en las mesas pequeñas dosis de marihuana, para el libre consumo de todos. ¡A dónde llegaremos! Si nos es muy molesto soportar a un borracho, ¡cuánto sufrimiento causará un marihuano!

Como es previsible que los legisladores aprueben la iniciativa que les envió el ejecutivo federal, pues nadie quiere dar la impresión de ser retrógrado, exhorto a padres de familia, educadores, catequistas y agentes de pastoral, que nos esforcemos por consolidar las familias, pues allí está la base de los valores humanos, familiares, sociales y religiosos, que formarán adolescentes, jóvenes y adultos capaces de ejercer su libertad responsable ante tantas ofertas que se les van a facilitar. Sin esta formación y sin familias estables, donde no hay diálogo, amor, confianza, armonía y fidelidad, algunos adolescentes y jóvenes caerán en las garras de la marihuana, como caen en el alcohol, y terminan tirados en las calles, o en centros de rehabilitación. La mayoría de los alcohólicos y drogadictos han carecido de un hogar armonioso, y se consuelan transitoria y engañosamente refugiándose en consumos que los hunden más y más.

¡Salvemos la familia, y salvaremos a México!

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