Por Fernando PASCUAL |

 

En la Pascua celebramos una victoria: el Amor vence sobre el pecado.

Es una victoria sorprendente: Cristo acepta la injusticia, se somete a los perseguidores, inclina la cabeza y va al Calvario.

¿Por qué siguió ese camino? Porque amaba. Amaba a su Padre, y amaba a los hombres que el Padre le había encomendado.

Tras la hora de las tinieblas, brilló por fin el triunfo de la misericordia: la muerte y el pecado fueron derrotados. Desde entonces, Cristo vive y reina.

Nuestras miradas se dirigen hacia el Señor. Los corazones encuentran un lugar de consuelo. Los pecadores podemos recibir el gran don de la misericordia.

La Pascua es el gran triunfo del amor que salva. Desde entonces, el mundo es diferente, porque las puertas del cielo han quedado abiertas para siempre.

Ya no hay espacio para tristezas desesperanzadas ni para apatías indiferentes. Todo ha sido recreado, rescatado, redimido.

“Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya” (Ap 21,1).

Mientras seguimos en camino, mientras buscamos imitar al Cordero en su entrega amorosa y fiel al Padre, tenemos la mirada puesta en la meta definitiva.

Con todos los santos, llenos de esperanza, repetimos: “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” Porque antes hemos escuchado, en lo más íntimo de nuestros corazones: “Sí, yo vengo pronto” (Ap 22,20).

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