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Hace unos días, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una carta con el títuloJuvenescit Ecclesia (“La Iglesia rejuvenece”), dirigida a los obispos y en la que se aborda la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos para la vida y misión de la Iglesia, enfatizando que la relación entre ambos es estrecha y articulada: tienen el mismo origen y el mismo propósito. Son dones de Dios, del Espíritu Santo, de Cristo, dados para contribuir de diferentes maneras a la edificación de la Iglesia. Lo carismático cumpliría la función de flexibilizar lo institucional, de modo que la Iglesia no termine identificándose con unas estructuras anquilosadas, estériles e indolentes (por eso se habla del carisma como alma eclesial). Por su parte, lo institucional estaría orientado a darle identidad, continuidad y permanencia —en la historia y en la sociedad— a los dones carismáticos (la institución como cuerpo de la Iglesia). De aquí surge el siguiente dilema: ¿se trata de dos dimensiones de la Iglesia con igual valor y nivel, de modo tal que no se puede privilegiar el carisma sobre la institución ni viceversa? ¿O lo carismático es lo primero y más característico, a lo que debe subordinarse la institucionalidad?

Según la carta, un paso decisivo en la correcta comprensión del vínculo entre estos dones se dio en el Concilio Vaticano II. En este sentido, un pasaje emblemático se encuentra en la Lumen Gentium, una de las cuatro constituciones promulgadas por el Concilio:

El Espíritu […] guía la Iglesia a toda la verdad, la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos […] No solo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia.

Así, la Iglesia es fundamentalmente carismática, porque ha sido creada por el Espíritu, y desde ahí hay que tratar de entender el sentido y la concreción de lo institucional dentro de ella. Esa dinámica puede describirse en los siguientes términos: para llevar a cabo su misión en la historia, el Espíritu suscita en la Iglesia diversos ministerios y carismas. Ministerios al servicio de la comunidad, que aseguran la estabilidad y la permanencia de la Iglesia en la verdad del Evangelio; y carismas que la enriquecen, estimulan su creatividad e impiden su estancamiento. Y la carta añade que “el mismo Espíritu da a la jerarquía de la Iglesia la capacidad de discernir los carismas auténticos, para recibirlos con alegría y gratitud, para promoverlos con generosidad y acompañarlos con paterna vigilancia”.

Respecto a esta “paterna vigilancia” de los carismas, hay que decir que la reflexión eclesiológica, inspirada en el Concilio Vaticano II, afirma que ambas dimensiones (la ministerial o institucional, y la carismática o espiritual) han de complementarse sin que ninguna pretenda imponerse o anular a la otra. De lo contrario, tendríamos ministerios sin Espíritu o carismas sin control, lo que desembocaría, en el primer caso, en el despotismo o el autoritarismo, y, en el segundo, en el caos o la desorganización. La síntesis entre ambas dimensiones, aunque siempre difícil, es la que puede posibilitar que la Iglesia se vaya continuamente renovando a lo largo de la historia sin perder lo que es esencial a ella: su fidelidad a Cristo y al Evangelio.

Sobre este último punto, resultan muy ilustrativas las palabras del beato Óscar Arnulfo Romero. En una de sus cartas pastorales afirma lo siguiente:

La función de la Iglesia no hay que entenderla de una manera legal y jurídica, como si Cristo hubiera congregado a unos hombres para confiarles una doctrina y darles una carta magna fundacional, permaneciendo él separado de esa organización. No es así. El origen de la Iglesia es algo mucho más profundo. Cristo fundó su Iglesia para seguir estando presente él mismo en la historia de los hombres, precisamente a través de ese grupo de cristianos que forman la Iglesia. La Iglesia es entonces la carne en la que Cristo concreta, a lo largo de los siglos, su propia vida y su misión personal.

Si la Iglesia, como se afirma en la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, rejuvenece por el poder del Evangelio y del Espíritu, lo decisivo es su condición carismática. Y esta realidad básica es la que determinará qué tipo de institución debe ser para estar en coherencia con su esencia y misión. Cabe, en este sentido, recordar el siguiente principio de renovación eclesial: “La Iglesia de Jesucristo debería tener el máximo posible de espiritualidad y el mínimo indispensable de organización”.

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