Por Fernando Pascual │

Cada etapa de la propia existencia es única e irrepetible. Entre esas etapas, la primera fue especial y decisiva.

¿Por qué? Porque tras la fecundación simplemente éramos seres diminutos, que giraban por los espacios del seno materno y que tenían que acometer un desarrollo vertiginoso.

En esa etapa éramos criaturas muy frágiles. ¡Cuántos embriones y fetos mueren antes de nacer, muchas veces sin que lo sepan sus madres! Pero esos seres reaccionaban ante ambiente, “daban” y “recibían”, crecían y se preparaba para nuevas etapas.

Es cierto que también ahora cada existencia sigue siendo frágil. Basta una infección viral para que algunos no lleguen al día de mañana. Pero al menos tuvimos un tiempo para ser vistos, para recibir amor y para amar.

En cambio, en las primeras fases éramos invisibles. Ni siquiera nuestras madres, al inicio, sospechaban que estábamos allí. En los primeros días íbamos de un sitio a otro mientras se preparaba la implantación en el útero.

Gracias al amor de nuestras madres, y también a la responsabilidad de nuestros padres (no hay hijo sin las dos figuras), muchos estamos aquí y pudimos recorrer un trecho irrepetible en la aventura de la vida humana.

Ese trecho, más o menos largo, más o menos hermoso, tuvo para todos un mismo inicio: una fecundación, a la que siguió una etapa inicial única, misteriosa, decisiva.

Hoy seguimos en camino porque, tras esos momentos iniciales irrepetibles, contamos con el amor de muchas personas buenas. Sobre todo, con el amor de nuestras madres y de nuestros padres. Y también con el amor de médicos, personal sanitario, educadores, y tantos hombres y mujeres que nos acompañaron en diversas etapas de nuestro caminar terreno.

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