El servicio “es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar abiertos y disponibles; amar concretamente al prójimo; trabajar con entusiasmo por el bien común”. El Papa habló del “estilo de vida” del cristiano en la misa celebrada esta mañana en Bakú, Azerbaiyán, donde arribó a las 9.30, hora local, proveniente de Georgia.
Francisco celebra la misa en la Iglesia de la Inmaculada, en el Centro salesiano. El edificio es muy reciente, fue inaugurado en el año 2007, luego de que Juan Pablo II viajara a este país, en mayo de 2002. En esa ocasión la misa fue celebrada en un estadio, porque no existían escuelas católicas –la única que había fue destruida en 1931- para una comunidad de pocos centenares de fieles, que además era perseguida en tiempos de la Unión Soviética y quedó privada de sacerdotes, puesto que el último que había fue asesinado. Y Juan Pablo II dio las gracias a los ortodoxos por haber acogido a los católicos perseguidos y que hasta 1991 permanecieron sin un solo sacerdote. Hablo de ello también Francisco, quien, antes del rezo del Angelus, dijo: “Queridos hermanos y hermanas: En esta celebración eucarística he dado gracias a Dios con ustedes, pero también por ustedes: aquí la fe, después de los años de persecución, ha hecho maravillas. Quisiera recordar a tantos cristianos valientes, que han tenido fe en el Señor y han sido fieles en la adversidad. A ustedes les digo, como hizo san Juan Pablo II, las palabras del apóstol Pedro: «¡Honor a ustedes, que creen!»”
Hoy se puede decir que, en la iglesia y en pequeño edificio frente a ella están presentes todos los católicos de Azerbaiyán, que son oficialmente 500, y se componen prácticamente sólo de extranjeros. Antes de la oración mariana, Francisco se refirió a ello: «Alguien puede pensar que el Papa pierde tanto tiempo: recorrer tantos kilómetros de viaje para visitar una pequeña comunidad de 700 personas, en un pueblo de 2 millones… Además en una comunidad no uniforme, porque entre ustedes se habla el azerí, el italiano, el inglés y el español: tantas lenguas… Es una comunidad de periferia. Pero el Papa, en esto, imita al Espíritu Santo: también Él ha bajado del cielo a una pequeña comunidad de periferia encerrada en el Cenáculo. Y esta comunidad con temor; se sentía pobre y tal vez perseguida o dejada de lado: a ellos les da el valor, la fuerza, la Parresia para ir adelante y proclamar el nombre de Jesús. Y las puertas de esta comunidad de Jerusalén, que estaban cerradas por el miedo o la vergüenza, se abren y emerge la fuerza del Espíritu. El Papa pierde el tiempo como lo ha perdido el Espíritu Santo en aquel tiempo. Solo dos cosas son necesarias. En aquella comunidad estaba la Madre. ¡No se olviden de la Madre! En esa comunidad existía la caridad, el amor fraterno que el Espíritu Santo ha derramado sobre ellos. ¡Ánimo! ¡Adelante! ¡Sin miedo, adelante!».
Anteriormente, durante la misa, en la homilía había hablado acerca del estilo de vida y de la fe. Dios, afirmó entonces “no favorece nuestros deseos de cambiar el mundo y a los demás de manera inmediata y continuamente, sino que busca ante todo curar el corazón, mi corazón, tu corazón, el corazón de cada uno; Dios cambia el mundo cambiando nuestros corazones, y esto no puede hacerlo sin nosotros. El Señor quiere que le abramos la puerta del corazón para poder entrar en nuestra vida. Este abrirnos a él, esta confianza en él es precisamente lo que ha vencido al mundo: nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4). Porque cuando Dios encuentra un corazón abierto y confiado, allí puede hacer sus maravillas. Pero tener fe, una fe viva, no es fácil, y de ahí la segunda petición, esa que los Apóstoles dirigen al Señor en el Evangelio: «Auméntanos la fe» (Lc 17,6). Es una hermosa súplica, una oración que también nosotros podríamos dirigir a Dios cada día. Pero la respuesta divina es sorprendente, y también en este caso da la vuelta a la petición: «Si tuvierais fe…». Es él quien nos pide a nosotros que tengamos fe. Porque la fe, que es un don de Dios y hay que pedirla siempre, también requiere que nosotros la cultivemos. No es una fuerza mágica que baja del cielo, no es una «dote» que se recibe de una vez para siempre, ni tampoco un súper poder que sirve para resolver los problemas de la vida. Porque una fe concebida para satisfacer nuestras necesidades sería una fe egoísta, totalmente centrada en nosotros mismos. No hay que confundir la fe con el estar bien o sentirse bien, con el ser consolados para que tengamos un poco de paz en el corazón. La fe es un hilo de oro que nos une al Señor, la alegría pura de estar con él, de estar unidos a él; es un don que vale la vida entera, pero que fructifica si nosotros ponemos nuestra parte”.
“Y, ¿cuál es nuestra parte? Jesús nos hace comprender que es el servicio. En el Evangelio, en efecto, el Señor pone las palabras sobre el servicio después de las referidas al poder de la fe. Fe y servicio no se pueden separar, es más, están estrechamente unidas, enlazadas entre ellas. Para explicarme, quisiera usar una imagen que os es familiar, la de una bonita alfombra: vuestras alfombras son verdaderas obras de arte y provienen de una antiquísima tradición. También la vida cristiana de cada uno viene de lejos, y es un don que hemos recibido en la Iglesia y que proviene del corazón de Dios, nuestro Padre, que desea hacer de cada uno de nosotros una obra maestra de la creación y de la historia. Cada alfombra, lo sabéis bien, se va tejiendo según la trama y la urdimbre; sólo gracias a esta estructura el conjunto resulta bien compuesto y armonioso. Así sucede en la vida cristiana: hay que tejerla cada día pacientemente, entrelazando una trama y una urdimbre bien definidas: la trama de la fe y la urdimbre del servicio. Cuando a la fe se enlaza el servicio, el corazón se mantiene abierto y joven, y se ensancha para hacer el bien. Entonces la fe, como dice Jesús en el Evangelio, se hace fuerte y realiza maravillas. Si avanza por este camino, entonces madura y se fortalece, a condición de que permanezca siempre unida al servicio. Pero, ¿qué es el servicio? Es posible pensar que consista sólo en ser fieles a nuestros deberes o en hacer alguna obra buena. Pero para Jesús es mucho más. En el Evangelio de hoy, él nos pide, incluso con palabras muy fuertes, radicales, una disponibilidad total, una vida completamente entregada, sin cálculos y sin ganancias. ¿Por qué es tan exigente? Porque él nos ha amado de ese modo, haciéndose nuestro siervo «hasta el extremo» (Jn 13,1), viniendo «para servir y dar su vida» (Mc 10,45). Y esto sucede aún hoy, cada vez que celebramos la Eucaristía: el Señor se presenta entre nosotros y, por más que nosotros nos propongamos servirlo y amarlo, es siempre él quien nos precede, sirviéndonos y amándonos más de cuanto podamos imaginar y merecer. Nos da su misma vida. Y nos invita a imitarlo, diciéndonos: «El que quiera servirme que me siga» (Jn 12,26). Por lo tanto, no estamos llamados a servir sólo para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Y no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino a vivir sirviendo. El servicio es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar abiertos y disponibles; amar concretamente al prójimo; trabajar con entusiasmo por el bien común”.
“También los creyentes sufren tentaciones que alejan del estilo de servicio y terminan por hacer la vida inservible. ¡Donde no hay servicio la vida es inservible! Aquí podemos destacar dos. Una es dejar que el corazón se vuelva tibio. Un corazón tibio se encierra en una vida perezosa y sofoca el fuego del amor. Un corazón tibio se cierra en una vida que sofoca, con su pereza, el fuego del amor. El que es tibio vive para satisfacer sus comodidades, que nunca son suficientes, y de ese modo nunca está contento; poco a poco termina por conformarse con una vida mediocre. El tibio reserva a Dios y a los demás algunos «porcentajes» de su tiempo y de su corazón, sin exagerar nunca, sino más bien buscando siempre recortar. Así su vida pierde sabor: es como un té que era muy bueno, pero que al enfriarse ya no se puede beber. Estoy convencido de que vosotros, viendo los ejemplos de quienes os han precedido en la fe, no dejaréis que vuestro corazón se vuelva tibio. Toda la Iglesia, que tiene una especial simpatía por vosotros, os mira y os anima: sois un pequeño rebaño, ¡pero de gran valor a los ojos de Dios! Hay una segunda tentación en la que se puede caer, no por ser pasivos, sino por ser «demasiado activos»: es la de pensar como dueños, de trabajar sólo para ganar prestigio y llegar a ser alguien. Entonces, el servicio se convierte en un medio y no en un fin, porque el fin es ahora el prestigio, después vendrá el poder, el querer ser grandes. «Entre vosotros —nos recuerda Jesús a todos— no será así: el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt 20,26). Así se edifica y se embellece la Iglesia. Retomo la imagen de la alfombra, aplicándola a vuestra hermosa comunidad: cada uno de vosotros es como un espléndido hilo de seda, pero sólo si los distintos hilos están bien entrelazados crean una bella composición; solos, no sirven. Permaneced siempre unidos, viviendo humildemente en caridad y alegría; el Señor, que crea la armonía en la diferencia, os custodiará”
“Que nos ayude la intercesión de la Virgen Inmaculada y de los santos, en particular santa Teresa de Calcuta, los frutos de cuya fe y servicio están entre vosotros. Acojamos algunas de sus espléndidas palabras, que resumen el mensaje de hoy y dicen así: «El fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz» (Camino de sencillez, Introducción)”.