Por Felipe MONROY |

Frente al diminuto think tank de analistas, el obispo preguntó consternado: “¿Por qué se ensañan con nosotros, con la Iglesia?” La reunión emergente con especialistas quería dar contexto a los brutales asesinatos de dos sacerdotes en Poza Rica y el secuestro de otro ministro en Michoacán. Los puntos en la agenda eran responder a las acusaciones que desde un portal de noticias se hacían al sacerdote desaparecido por presuntamente haber llevado a un menor a un hotel con presuntas non-sanctas intenciones y también querían dar respuesta a la justificación -vía la alcoholemia- mediante la cual autoridades ministeriales explicaban el crimen de los dos veracruzanos.

El obispo preguntó a los expertos si era una práctica común que los medios de comunicación y las autoridades tomaban frente a crímenes que involucraran a sacerdotes. La respuesta fue unánime: Sí, pero no es una actitud exclusiva contra los ministros, ni contra la Iglesia católica. La criminalización de víctimas se ha protocolizado y sistematizado a tal grado que los sectores sociales sólo meten al fuego las manos por los miembros de su propio gremio y, en ocasiones, ni eso.

Cuando se trata de desapariciones forzadas, secuestros, ejecuciones extrajudiciales o vulgares asesinatos, al menos una línea de investigación intenta socavar la moral, la decencia o la inocencia de las víctimas. Y quizá funcione para las autoridades ministeriales; les da tiempo de revisar los hechos y los datos para intentar dar una razón coherente tras los crímenes. Ganar tiempo no es cosa menor cuando se compite en  la era de la velocidad y la información, donde es más fácil que fuentes no formales revelen hechos o teorías y generen conspiraciones, manifiestos o acusaciones a una labor de investigación que podría no haber iniciado aún.

Sin embargo, las autoridades no son las únicas que caen en esta trampa de prejuicio. La sociedad informada prefiere simplificar en héroes y villanos la convivencia y, claro, cada uno se autodesigna un lugar privilegiado en el bando de los buenos.

En el fondo, no importa quién sea la víctima, las autoridades o las audiencias encontrarán manchas a su humanidad, lo hemos visto una y otra vez, por desgracia: Si una mujer es violada o asesinada, no falta quien deslice la idea de que ella misma lo provocó mediante su vestimenta o su actitud; si un grupo de jóvenes es ‘rafagueado’ en plena calle, alguien querrá saber si no eran narcomenudistas, sicarios o adictos; si algunos estudiantes son raptados, “seguro no eran inocentes palomitas”; si un homosexual, trasvesti o transgénero es brutalmente golpeado hasta la muerte, sin duda alguno intentará explicar el crimen partiendo de la identidad sexual de las víctimas; si un empresario es secuestrado, siempre habrá quien minimice la situación arguyendo que aquellos sí tienen con qué pagar los rescates; y, finalmente –para responder a la inquietud original del obispo-: frente al asesinato de un sacerdote, la sociedad le exige una especie de ‘fama de santidad inmaculada’ antes de compartir un gramo de indignación por los hechos.

Esta es la verdadera razón por la que, casi por protocolo, se criminaliza a las víctimas durante la investigación de sus muertes o desapariciones. Las autoridades escurren una línea de investigación que ‘mata moralmente’ a la víctima porque en el fondo alguien está dispuesto a creer que un sacerdote, una adolescente, un joven, un homosexual, un burócrata, un periodista, un empresario, un activista o una mujer “se buscaron su suerte”: por pedófilo, por desobediente, por buscona, por transa, por metiche, por facilote, por borracho, por marihuano, por rebelde, por corrupto, por idiota…

En términos religiosos parece que todos moriremos en fama de pecadores, que nadie gozará de la gracia suficiente para que nuestros hermanos exijan justicia unánimemente y que, por el contrario, nos serán cuestionadas y enumeradas con ironía todas nuestras faltas. Y, para variar, esta terrible interpretación no es culpa de la religión. Incluso en una fe tan rigurosa como la católica respecto a santos y pecadores, la misericordia es un camino obligado para que los creyentes puedan abrazar lo inasible de los ausentes.

Sólo así se puede comprender a profundidad el amargo poema de Martin Niemöller: “Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. / Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. / Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. / Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. / Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada”.

 

Epílogo

La parcialidad de la justicia en México sí se alimenta de nuestros propios prejuicios culturales. Días después de los asesinatos de sacerdotes, se dio noticia de que cuatro jóvenes católicos evangelizadores de Apatzingán (es decir, seriamente involucrados con las labores de la Iglesia católica) fueron torturados y asesinados. Me pareció importante comentar la noticia a un religioso que se había mostrado sumamente indignado por los asesinatos de sus homólogos, incluso había asegurado que en México “hay una persecución directa contra la Iglesia”. Le expliqué por teléfono:

—Parece que han torturado y asesinado a cuatro evangelizadores más en Michoacán.

—¿Eran sacerdotes? Ya ves cómo sí es una persecución contra la Iglesia –dijo el religioso del otro lado de la línea.

—No. Eran laicos, católicos, comprometidos, la gente de su parroquia habla bien de ellos…

—Bueno –me interrumpió el ministro-, habrá que ver si no andaban en algo malo…

@monroyfelipe

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