Carlos AYALA RAMÍREZ | UCA El Salvador |
Volvemos a un tiempo litúrgico intenso: la Cuaresma. Repasemos algunas ideas que nos ponen en contacto con su sentido humano y cristiano. Se la define como un momento fuerte de adiestramiento en la libertad interior, un lapso propicio para volver a configurar nuestra vida de manera consciente y libre, guiados por la palabra de Dios, que ha de ser no solo oída, sino, sobre todo, escuchada con la inteligencia y el corazón. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II la asocia a una conversión que no debe ser solo interna e individual, sino también externa y social. La expresión bíblica para nombrar el fruto de este adiestramiento personal y comunitario es “metanoia”, que indica tener otro camino para andar, un sendero para un nuevo comienzo más esperanzador.
La Cuaresma comienza con uno de los “sacramentales” que goza de gran popularidad: la imposición de ceniza. Con ese símbolo y con la frase tradicional “acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”, se nos advierte de los peligros de la autodivinización (prepotencia), la autorreferencia (egocentrismo) y la autosuficiencia (cerrazón).
En el mensaje del papa para la Cuaresma de este año, se nos invita a enfrentar estos males, cristalizados en estructuras sociales injustas, siendo dóciles y estando atentos a escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Desde la palabra inspirada por el Espíritu de Dios, Francisco nos propone un texto sumamente emblemático que describe la terrible injusticia que se vivía en la sociedad donde Jesús realizó su misión. Se trata de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro, exclusiva del Evangelio de Lucas, y dirigida a los fariseos y a todos los que, como ellos, son amigos del dinero.
El obispo de Roma comenta que este texto comienza presentando el contraste de vida que hay entre los dos personajes principales. Aparece, en primer lugar, el pobre, “se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmente ‘Dios ayuda’. Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal”. Su condición es dramática: “se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas”.
Respecto a la presentación del segundo personaje, Francisco señala un punto que puede parecer sin importancia. Dice que, “al contrario que el pobre Lázaro, [el rico] no tiene nombre, se le califica solo como rico”. El detalle destacado por el papa cobra mayor fuerza si consideramos que este es el único caso en que el personaje de una parábola es designado con un nombre propio. Un gesto en clara coherencia con el mensaje del Evangelio que proclama “que los últimos (los nadies) serán los primeros” en el Reino de Dios.
Luego, siguen los terribles contrates de inequidad. Mientras que Lázaro no posee nada, excepto un nombre, el rico vive en la opulencia, la cual, explica el papa, “se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades”. En ese mundo de honores, vanidad y apego al dinero, se produce una especie de ceguera e indiferencia: el rico “no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación”.
Pero de pronto todo cambia, ambos mueren, y la parábola habla de una inversión de situaciones entre el pobre Lázaro y el rico encerrado en su egoísmo. Mientras Lázaro es acogido en el seno de Abrahán, el rico se queda en un lugar de aflicción. Por primera vez, el rico reacciona. El que no había tenido compasión del mendigo la pide ahora a gritos para sí mismo. El que no había visto a Lázaro cuando lo tenía junto a su puerta lo ve ahora a lo lejos. Según el papa, “los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó”.
Ahora bien, ¿cuáles son las enseñanzas que, a juicio de Francisco, nos deja esta parábola, leída en tiempo de Cuaresma y en un mundo caracterizado por grandes desigualdades, derivadas de lo que él denomina “la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano”? Para el obispo de Roma, la primera invitación es a abrir nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea un vecino o un pobre desconocido. La Cuaresma, dice, es tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo.
En segundo término, el mensaje papal recalca que esta parábola nos pone en guardia frente a la idolatría del dinero. Y en esta línea recuerda que el dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo. Es decir, en lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.
Desde las enseñanzas ofrecidas en esta parábola bíblica, podemos entender la Cuaresma como un buen momento para un nuevo comienzo, cuyo horizonte es revertir la cultura del descarte y promover la del encuentro. Para la consecución de este propósito, hay que colocarse en el lugar donde Dios está: en los olvidados del mundo. Y hay que echar fuera esas tres grandes ambiciones: dinero, poder y vanidad.