Por Felipe MONROY |
Por si alguno llegó a dudarlo, ahora es claro que el arribo del papa Francisco a la cátedra de Pedro comenzó como un huracán y ya va haciéndose terremoto. En parte hay que darle crédito a su predecesor, Benedicto XVI, que en un hecho aún más trepidante de lo supusimos y apenas con tres palabras (“Declaro que renuncio”), le dio un vuelco entero a las dinámicas superficiales que la iglesia católica fue acumulando con los siglos. Claro, no a todos les gustan las sacudidas.
Perdonará la analogía pero la renuncia del pontífice Joseph Ratzinger fue como ese acto en el que se jala el mantel de la mesa –sobre la cual hay pan y vino, platos y copas-, sin derramar ni una miga ni una gota. Tras la renuncia de Benedicto XVI, la mesa siguió siendo mesa, el pan y el vino quedaron intactos y, lo más importante, los instrumentos con los cuales los comensales siguen siendo invitados a sentarse siguen siendo útiles.
Entonces llegó Jorge Mario Bergoglio, un cardenal latinoamericano, cura porteño, jesuita y arzobispo callejero. Y al principio todo fue alegría con la “Iglesia de los pobres que sale a la calle”, “la revolución de la esperanza”, “la reforma de las actitudes”, “el Papa-párroco”. Todo olía a oveja y a novedad. Pero no tardó mucho para que algunos engranes de la milenaria y gigantesca maquinaria vaticana comenzaran a friccionar, a rechinar y hacer humo.
Al principio se le cuestionó “el estilo”, luego su “inclinación política”, más tarde la “formación teológica” y la “legitimidad de su magisterio”. Ahora ya vemos franca oposición institucional. La abierta crítica que cuatro cardenales hicieron en forma de duda a los documentos de Francisco fue la conclusión natural de todas las inquietudes que crecían entre los círculos tradicionales de la iglesia que le recelaron sus audacias. Y, el problema con la duda es que, una vez sembrada, se riega sola.
No aventuremos conspiraciones pero creo que todo esto es efecto de la malinformación (no una desinformación sino el acto personal y voluntario de informar con intereses diferentes a los de la libertad para elegir o decidir) que busca un solo objetivo: presionar al Papa. Se ‘malinforma’ para intentar forzar, bajo mentiras, una toma de decisión que beneficie al final alguna agenda.
Debíamos haber intuido que, debajo de aquellas intenciones y palabras se concretaba una abierta traición al Papa, pactada en voz baja entre los muros de los palacios vaticanos y que se dejó entrever tras la fulminante renuncia de Marie Collins a Pontificia Comisión de Protección de Menores de la Santa Sede y tras las ‘informaciones oficiales’ que recogió la agencia de noticias AP donde se afirma que Bergoglio personalmente redujo penas canónicas a clérigos acusados de abuso sexual contra menores.
Collins, una sobreviviente y una figura clave en la construcción de una oficina necesarísima en la iglesia para abordar la cuestión del abuso sexual de los clérigos, literalmente renunció cuando los constantes reveses a las recomendaciones, la resistencia de miembros de la curia y la falta de cooperación de la Congregación para la Doctrina de la Fe colmaron su “última gota”.
Bajo este asedio, ha sido el cardenal secretario del Estado Vaticano, Pietro Parolin, quien ha salido a calmar las aguas afirmando que Bergoglio “tiene la gran capacidad de mantener la calma y no dramatizar” pero, resulta evidente que la tensión sufrida por Ratzinger y los famosos “cuervos” sigue devastando la confianza dentro de la Ciudad Eterna.
El gran reto por ahora para Francisco es, como puede imaginar, el sopesar los consejos y las iniciativas de sus colaboradores más cercanos. Porque los malinformantes suelen ser eficientes endulzando o vertiendo la insidia en los oídos del aconsejado.
Al respecto tengo la fortuna de contar en mis manos con el gran texto del fraile historiador Carlos Francisco Vera Soto, Vida del clero secular durante la revolución mexicana y por alguna razón no me causa tanta sorpresa leer la disparidad en los dos informes enviados al papa Pío X sobre el estado de las cosas en la iglesia de México en 1914. En uno, el arzobispo de México, José Mora y del Río, le informa que “las costumbres de los sacerdotes son honestas y recomendables, cada servicio a ellos encomendados lo cumplen convenientemente… su doctrina es recta, se entregan al verdadero estudio, sostienen la fe de pueblo, corrigen a los desviados, cultivan ellos mismos la piedad y son adictos y obedientes tanto al obispo como a la Sede Apostólica”.
Pero el delegado apostólico, Tommaso Boggiani vio otra película y le explica al Papa: “Debo decir que la falta de disciplina eclesiástica es suma… se va a los toros, a los teatros, a los cinematógrafos y a cosas peores. El prelado no muestra ninguna energía en corregir estos graves abusos”.
Ahí están, dos informes realizados por dos hombres de buena confianza a un Papa que fue llamado con el oxímoron “reformador y conservador” pero que a la postre fue elevado a los altares por las decisiones que tomó ante las circunstancias. Sin duda, algo habrá hecho bien.
Felipe Monroy