Estamos a punto de iniciar la parte más importante de la Semana Santa, el triduo pascual. En esos días se celebra la entrega de Jesús, su pasión, muerte y resurrección, que constituyen el núcleo de la fe cristiana. Días llenos de actividades religiosas, momentos en que los cristianos recuerdan los últimos días de la vida de Jesús, identificándose con la ofrenda de su vida por amor a la humanidad, así como con los sufrimientos que padeció.

Para muchos, la celebración de la Semana Santa se reduce a la asistencia a las liturgias, como meros espectadores o como una actividad en la que el centro es la contemplación de Jesucristo, pero sin establecer ninguna relación con la realidad actual. En este espiritualismo, la persona pone su atención únicamente en la divinidad, sin conexión alguna con el prójimo necesitado. Pero este no es el modo verdaderamente cristiano de vivir la Semana Santa, ya que no se corresponde con una verdadera actitud de alabanza y adoración a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, al que solo se puede amar a través del amor al prójimo.

En el capítulo 25 del Evangelio de Mateo queda claro que el modo de alabar y honrar a Dios es a través del servicio a aquellos que pasan alguna necesidad y requieren de nuestra atención y ayuda. Mateo pone en boca de Jesús las siguientes palabras: “Lo que han hecho con alguno de estos mis hermanos más pequeños lo hicieron conmigo”. Según este texto evangélico, el modo concreto de servir a Jesús y de amarle es amando al prójimo y atendiendo sus necesidades, pues así Jesús se hace presente. Una religión que lleva a una relación exclusiva con Dios olvidándose del prójimo y de la justicia no puede ser considerada cristiana. Ello queda bien claro en la primera carta de Juan: “El que ama al Padre ama también a todos los hijos de ese padre” y “El que ame a Dios ame también a su hermano”. Por tanto, el que no ama a su prójimo no ama a Dios ni a Jesús, el Enviado.

Si deseamos vivir cristianamente la Semana Santa, alabar y servir a Dios, acompañar a Jesucristo en su pasión, muerte y resurrección, no podemos dejar de lado a nuestros hermanos que pasan necesidad, que viven momentos de dolor y sufrimiento. No podemos olvidar a quienes están en las cárceles, pues Jesús no hace diferencia entre justos y pecadores. Más bien se identifica con ellos, con sus necesidades, con su sufrimiento, con su soledad, carga con sus culpas y les ofrece la posibilidad del perdón y de rehacer sus vidas. Ellos están compartiendo la pasión con Jesús y merecen nuestra atención y solidaridad. Tampoco podemos olvidar a todas aquellas personas que viven en las calles, que no tienen qué comer, los que sufren el rechazo de sus familiares, los enfermos, los niños abandonados, los migrantes, las mujeres violentadas, los pueblos que sufren guerra… En todos ellos y ellas está Jesús sufriendo nuevamente su pasión, son los hombres y mujeres crucificados por la historia y por la fuerza del mal, el mismo mal que se ensañó contra el Hijo de Dios y lo clavó en la cruz.

No se puede celebrar cristianamente la Semana Santa sin tener presentes en nuestra mente y corazón todas las realidades de sufrimiento y dolor de las que está hoy lleno el mundo, independientemente de su lejanía o cercanía. La guerra en Siria e Irak, la brutalidad del narcotráfico y de las pandillas en el Triángulo Norte de Centroamérica, la extrema pobreza de una cuarta parte de nuestra población, los miles de hombres y mujeres que huyen de la violencia y buscan hospitalidad. Estas son realidades que nos recuerdan que sigue presente el mal que llevó a Jesús a la cruz, un mal cuyo combate es la principal tarea de aquellos que quieren llamarse discípulos de Cristo. Vivir sinceramente y con autenticidad la Semana Santa es identificarse con Jesús crucificado y resucitado, quien nos impulsa a cambiar nuestras vidas individualistas y acomodadas para hacernos solidarios con los necesitados y los que sufren, para luchar contra toda clase de mal, para obrar con justicia, para abrir nuestro corazón al hermano y no dejarlo solo en su necesidad.

UCA |

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