Por Jorge TRASLOSHEROS |
Los mexicanos estamos sumidos en una profunda crisis de humanidad. Así en los grandes acontecimientos, como en la vida cotidiana, sentimos el peso de la violencia, corrupción e impunidad. El pesimismo nos muerde con fiereza y las alternativas de solución parecen ausentarse. Los católicos no podemos pasar indiferentes. ¿Cómo colaborar a la solución de los problemas? Como laico del común, católico de a pie y ciudadano del montón, comparto algunas reflexiones.
1.- Cuando hablamos de la Iglesia Católica nos referimos a dos realidades convergentes. Primera, la Iglesia somos todos los católicos, tibios y comprometidos, racionales y apasionados, contemplativos y activistas, obispos, religiosos y laicos, todos. Segunda, los católicos somos mexicanos de pleno derecho, ciudadanos con la responsabilidad de colaborar decisivamente en la construcción del bien común. ¿Cómo podría intentar ser un buen cristiano sin trabajar para ser un virtuoso ciudadano?
2.- Nadie tiene el monopolio del mexicano por excelencia, a pesar de que los políticos se consideren a sí mismos epítomes de la mexicanidad. Los católicos sólo tenemos una propuesta fincada en la esperanza, esta rara virtud sin la cual sería imposible generar un diálogo capaz de construir una cultura llena de humanidad.
3.- La participación cívica de los católicos jamás podrá realizarse renunciando a la propia identidad. Negarse a dar razones de nuestra fe, en aras de una tolerancia mal entendida, es colaborar con la cultura del descarte, con el desprecio a las personas. Ahora bien, estas razones deben articularse con sencillez, humildad y alegría, abiertos al encuentro, con plena conciencia de nuestra condición de pecadores esperanzados.
4.- La misión de la Iglesia es anunciar el Evangelio de la esperanza, a la cual sólo podemos sumarnos como personas únicas e irrepetibles. Dios nos ha dado ciertos carismas y talentos que es menester poner al servicio de nuestro prójimo, empezando por el más cercano. Cuando se pierde la dimensión personal del carisma, entonces nos volvemos víctimas fáciles de las ideologías. Dejamos de actuar con solidaridad, nos movemos por consignas y olvidamos al ser humano de carne y hueso.
5.- Esas tareas tan personales deben decidirse en oración, frente a Dios, con claridad de conciencia, en libertad y siempre dentro de la dimensión comunitaria. La oración personal, en comunión con la Iglesia, nos salva del voluntarismo que deriva en pesimismo y en la distorsión de la fe. El voluntarismo es el rostro cotidiano de la soberbia. Nadie puede hacerlo todo por sí mismo. Sólo podemos avanzar en comunión y con humildad.
6.- El llamado de Dios es a la santidad. Una palabra hoy profundamente contracultural, satirizada, satanizada y ridiculizada, porque la santidad está en las antípodas de la cultura del descarte, entre cuyas características encontramos el narcisismo militante. Es importante recordar, entonces, que la santidad no es un estado de iluminación ética, mucho menos de predestinación divina reservada a unos cuantos elegidos, capaces de distinguir de manera inmediata entre el bien y el mal, para actuar de manera correcta sin titubeos. Eso no existe.
7.- La santidad es el camino a través del cual buscamos a Dios y nos dejamos encontrar por él. Al recorrer este camino nos encontramos con otros seres humanos a quienes, con esta nueva mirada, reconocemos como hermanos a los cuales servir y, también, descubrimos la belleza de la creación de la cual somos custodios. Así, buscar a Dios, dejarse encontrar por él, encontrar hermanos y apreciar la belleza que nos rodea son hechos convergentes que suceden constantemente, con diferente intensidad según las circunstancias.
8.- La santidad es un camino que sólo y únicamente pude ser recorrido por los pecadores, por la sencilla razón de que son los predilectos de Dios. Los puros, los probos, los que nunca se equivocan, los que pueden prescindir de los demás en virtud de su estado de pureza ética son incapaces de recorrerlo porque ya son Dios para sí mismos. Y quien no le reza a Dios, le reza al diablo; en este caso, al diablo de Narciso.
9.- Los católicos somos un pueblo que camina en la historia, dentro de realidades muy concretas, personales, familiares, comunitarias, parroquiales, sociales, etc. Un pueblo capaz de mirar al gran horizonte trascendente de la historia, al tiempo de actuar aquí y ahora, de cara a cada uno de nuestros hermanos. Caminar en busca de Dios, en comunidad, nos regala una mirada distinta, de esperanza, que es necesario compartir. Seguiremos la próxima semana.
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