Por Fernando PASCUAL |
El mal en el mundo causa escándalo. Sobre todo aquel mal que surge desde opciones libres que provocan daños en tantos inocentes.
Frente a ese mal, surgen preguntas fundamentales. ¿Se pudo haber evitado? ¿Cómo castigar a los culpables? ¿Qué hacer cuando estos escapan a la justicia?
Además, hay un deseo por aliviar el dolor de las víctimas, aunque ciertos daños no podrán ser curados plenamente en la vida terrena.
Frente a tanto mal, también surgen preguntas respecto de Dios. ¿Pudo haber evitado el sufrimiento de los inocentes? ¿Por qué no detuvo la mano de los asesinos y la codicia de los corruptos?
Muchos quedan escandalizados. Les parece imposible aceptar al mismo tiempo que Dios sea bueno y que «conviva» con tantos males entre los humanos.
El Evangelio ofrece algunas pistas. Porque Dios Padre al enviar a su Hijo al mundo corrió el riesgo de que la libertad humana también dañase a su propio Hijo encarnado.
Sabemos que Cristo no vino a condenar, sino a salvar (cf. Jn 12,47). Por eso, cuando la injusticia y la envidia lo llevaron a la Cruz, supo con su mansedumbre dar un golpe decisivo al pecado y a la muerte.
El mensaje cristiano abre un horizonte de esperanza ante los males de todos los tiempos. Porque las víctimas serán consoladas. Y porque a los verdugos se les ofrece, si piden perdón y reparan, el gran don de la misericordia.
Ningún mal quedará sin ser derrotado. El mensaje de la Pascua evidencia la victoria del amor sobre el egoísmo, de la gracia sobre el pecado, del bien sobre la maldad humana.
La misericordia, entonces, se convierte en la gran respuesta de Dios para que cada ser humano pueda dejarse limpiar de sus pecados, entrar en el camino del arrepentimiento, y acoger una vida nueva de perdón, de justicia y de amor pleno.