Por Jaime Septién |
Hemos vivido en una época en la que ir a Misa, confesarse, comulgar, celebrar una boda o una primera comunión queda a nuestro arbitrio. Vamos al templo “cuando nos nace”, donde “el padrecito no se tarde” y las pláticas sean “rapiditas”. Pero hubo un tiempo, que debemos traer a la memoria, en que las puertas de las iglesias estuvieron cerradas. Y la desesperación de aquellos mexicanos podría ser un dardo clavado en nuestra fe acomodaticia.
El 31 de julio de 1926 fue una experiencia traumática para millones de católicos mexicanos. Las circunstancias orillaron a los obispos a cerrar el culto. Con la anuencia de la Santa Sede y ante una política de choque por parte del gobierno federal, tomaron una dolorosa decisión. Sin echar culpas –es facilísimo hacerlo a 91 años de distancia—fue el disparador de una guerra interna que dejó cerca de 250,000 muertos.
Con toda la enorme dificultad que entrañó el cierre de cultos, la Iglesia católica mexicana mostró al poder de entonces, que su misión en la tierra no se circunscribe a “administrar” la fe. Responde a un anhelo íntimo del ser humano: la necesidad de estar en contacto con Dios, de tener una escalera hacia la santidad.
Ahora mismo procuramos desentendernos de ese hecho. La comunicación pública alineada a una forma de entender la realidad de la Iglesia, nos ha acostumbrado a verla como una institución accesoria. Y cuando los noticiarios “le pegan”, la reacción es: “por algo será”.
El Papa Francisco colgó un letrero en su habitación que dice: “Prohibido quejarse”. Ese mismo letrero sería bueno que lo tatuemos en el corazón. Sí, prohibido quejarse, pero obligatorio comprender. En este caso, comprender la dimensión profunda del culto y de los sacramentos. De la Iglesia misma.