ENTRE PARÉNTESIS | Por José Ismael BÁRCENAS SJ |

El otro día, revisaba noticias de la visita de Arturo Sosa, Padre General de los Jesuitas, a Camboya (país de mayoría budista). Ahí aprovechó para participar en una conferencia entre budistas y cristianos que trabajan por la paz y la reconciliación. También, por primera vez en su vida, visitó un templo budista, reuniéndose con más de 80 monjes en formación. En este contexto, el Padre Sosa habló sobre lo profundamente consolador que es compartir la creencia de que, el camino hacia la paz, comienza desde la transformación profunda de la persona en su interior, en el crecimiento del desapego y en la bondad amorosa.

El General de la Compañía de Jesús decía que, algo que ha aprendido del Papa Francisco, es su insistencia e importancia que hay que dar para crear una cultura del encuentro: “En este mundo dividido, donde algunos quieren construir muros, lo que debemos hacer es promover el encuentro, sin temor y con respeto”. Agradeció el que personas que se encontraran con personas, escuchando profunda y respetuosamente uno al otro, construyendo relaciones y amistades. Creo que Ignacio de Loyola, Francisco Xavier, Mateo Ricci y Roberto de Nobili estarían felices de ver que sus hermanos, siglos después, continúan recorriendo los caminos del diálogo interreligioso. Por mi mismo, esta nota que encontré publicada en el Facebook de los Jesuitas del Perú y en la página de la CPAL (jesuitas de Latinoamérica), me di a la tarea de difundirla.

En estas estaba cuando alguien me preguntó si había leído los comentarios que aparecían en el Facebook de los Jesuitas del Perú. Revisé y cual fue mi sorpresa al encontrarme con una serie de descalificaciones, rasgaduras de vestimentas, ofensas grotescas e insultos que intentaban dejar venenoso aguijón donde más pudiera doler. Los improperios de parte de la Guardia de las Buenas Costumbres y los Dogmas Correctos que hoy patrulla las redes incansablemente, como dice Javier Marías, partían de que el Padre General de los Jesuitas no estuviera vestido de riguroso negro y alza cuello (para ellos un sacerdote no lo es si no trae el respectivo hábito); y de que rezara en un templo pagano (para ellos el ecumenismo es una traición).

Claro que defendí lo que hizo el Padre General y di mi punto de vista: “Cada vez que leo crispados comentarios de ‘hereje’ y de ‘qué vergüenza’, por quien lo dice y por sus modos, confirmo que algo estamos haciendo bien y me da un orgullo y un gusto ser jesuita. Gracias”. Acto seguido, una colmena de virulentos zombis y endemoniados inquisidores se me vino encima. Lo esperaba, aunque no calculé la velocidad y la cantidad. Me llamó la atención contemplar la facilidad con que un fanático integrista alcanza el odio. Traté de responder lo que pude.  Hay una fórmula que dice que el odio es el producto de la suma de la ignorancia y del miedo, agregaría que también de inseguridades, delirios y deseos de imponerse a gritos apocalípticos (no con argumentos). Así, el fariseo, de ayer y de hoy, conoce y exige la ley, pero no le interesa la Verdad. No les interesa el diálogo, sino implantar su visión. Viven para crucificar. No les interesa ver la Verdad encarnada en la persona de Jesús, quien, con su modo de ser y creer, es un proyecto de vida para el cristiano, de ayer y hoy, que mucho tiene que ver con la manera de vivir, convivir y relacionarse con Dios y con los demás.

En su reciente artículo de ‘La Civiltà Cattolica’Antonio Spadaro, jesuita italiano, habló del “ecumenismo del odio” entre “evangélicos fundamentalistas y católicos integristas” en los Estados Unidos. Un movimiento “extraño” que busca sembrar el miedo al caos y su estrategia es exagerar el conflicto y agitar las mentes de la gente. Así, intentan influir en la política en cuestiones que considera “genéricamente morales”, tales como el aborto, matrimonio entre personas del mismo sexo, educación religiosa en las escuelas y otras cuestiones que consideran ligadas a los valores. Ambos grupos condenan el ecumenismo tradicional y promueven un ecumenismo de conflicto que los une en el sueño nostálgico de un Estado con rasgos teocráticos.Si pareciera exagerada la visión de Spadaro, es cosa de darse una vuelta por algunas páginas de internet y redes sociales de corte ultra-católico-conservador para verificarlo.

Es difícil entenderse y dialogar con quienes tienen el odio como bandera(obcecación muchas veces justificada desde la fe). El fundamentalismo es un mal enquistado en todas las religiones. Vivimos en un mundo herido por los extremismos. Es necesario crear una cultura de diálogo y fomentar espacios de encuentro que permitan construir la paz (y orar por ella), independientemente del credo que se tenga. Que la fe que profesemos nos lleve realmente a ser mejores seres humanos: más solidarios y más compasivos.

Por favor, síguenos y comparte: