Por Fernando PASCUAL |
La fe desvela el verdadero sentido de la vida. Abre al horizonte del Salvador. Invita a ser parte de la Iglesia. Acompaña en las dificultades. Sostiene en las dudas.
La fe surge como don de Dios y como acogida humana. Nace en los corazones y forma comunidades. Une a Cristo y a los hermanos. Permite caminar sin tinieblas paralizantes.
La fe ilumina y orienta. Alimenta la virtud de la esperanza. Impulsa a correr por las vías del amor. Mantiene a flote la nave de la Iglesia católica.
En esa fe nos unimos a los mártires y a los santos de todos los siglos. Estamos junto a Pedro y Pablo, Antonio y Atanasio, Agustín e Ignacio, Bernadette y Juan Bosco, Jacinta y Francisco Marto, Madre Teresa y Juan Pablo II.
Desde esa fe recibimos fuerza para defender la vida de los hijos antes de nacer, la santidad y belleza del matrimonio, la entrega de quienes acogen la llamada a la vida consagrada, la humildad de los ministros (obispos y sacerdotes).
Con la fe encontramos respuesta a esas preguntas que tantas veces nos agobian: sobre la muerte y sobre el más allá, sobre el bien y sobre la justicia, sobre la verdad y sobre la belleza, sobre el misterio del mal y del pecado.
Sí: hemos recibido un don maravilloso, conservado con la fuerza del Espíritu en millones de hermanos, presentado y formulado en los Concilios ecuménicos, manifestado y cantado en la Liturgia, vivido en la oración sencilla de cada cristiano.
“La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 150).
Hoy renuevo, sencilla y humildemente, las palabras que me acercan al Maestro y me unen a su Iglesia: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn 11,27).