Por Mónica MUÑOZ |
¡Llévatelo a mitad de precio!, se escucha en muchos anuncios comerciales que avisan que sus mercancías están de barata, ya sea por cambio de temporada o porque se les quedan en los anaqueles y hay que vaciarlos a como dé lugar. El caso es que tienen que salir, sin importar cómo.
Con frecuencia pienso que muchos jóvenes no entienden el valor que tienen sus personas y vidas, y pasan por este mundo como si estuvieran de oferta, creyendo que son libres porque comenten actos que, en realidad, demuestran el poco amor que sienten por sí mismos, abaratándose por complacer a todos, menos a ellos. Unos ejemplos bastan para ilustrarlo:
Una chica sale sola de noche, vestida con ropa provocativa, a un lugar donde las bebidas alcohólicas y los amigos de ocasión abundan. Después de unas cuantas copas, sale acompañada de algún hombre que satisface sus deseos con ella, para dejarla sola y con la incertidumbre, acaso infectada con una enfermedad venérea, quizá con un embarazo inesperado, pero, ciertamente, con una opinión más devaluada de sí misma.
Un muchacho quiere encajar en el grupo de amigos que admira, por lo que se presta para cometer delitos que nunca hubiera imaginado realizar, pues en su familia nadie le ha puesto ese ejemplo, sin embargo, cree que no puede negarse y delinque, solo para ser atrapado por la policía y encarcelado largo tiempo, por supuesto, eso hace que se sienta miserable e indigno del amor de sus seres queridos.
Una adolescente tiene una familia disfuncional, sus padres se han divorciado y nadie se preocupa por ella, sale con quien quiere y a la hora que quiere. Se hace novia de un muchacho que está en una pandilla, que dice amarla hasta la muerte, por lo que tiene relaciones con él. Queda embarazada, el novio la deja y la familia la rechaza. Obviamente, cree que merece eso y más, ¿quién le manda ser tan tonta?
Un jovencito es molestado en su escuela, pero es tan tímido que no se defiende. Los adultos a su alrededor no se percatan de que poco a poco pierde el interés por todo, es callado, solitario, no quiere salir de su casa, tiene temor de ir a la escuela. Un día, no soporta más y se suicida. ¿Cómo nadie notó que tenía problemas?
Todos hemos escuchado de casos similares, sin embargo, tal parece que nada es suficiente para solucionar los problemas que aquejan a nuestros jóvenes. Sin embargo, bastaría con echarnos un vistazo nosotros mismos. ¿Cómo somos, cómo permitimos que los demás nos traten? Es fácil comprender que cuando los jóvenes se portan de cierta manera es porque han visto el ejemplo de cerca, o bien, han carecido de la guía de alguien que modere sus actitudes y comportamientos.
Si un joven permite que lo humillen, seguramente es porque a sus padres los trataron de la misma manera. Si una joven no respeta su cuerpo, muy probablemente es porque en su casa no le enseñaron que nadie puede tratarla como juguete. Y esos, tristemente, son comportamientos repetidos.
Pero cuando una persona entiende su enorme dignidad y el valor que su vida tiene, no permite vejaciones de nadie. Cuando sabe que merece que todos lo respeten, crece su confianza y hace valer sus derechos. Cuando sabe que todos los seres humanos somos iguales y tiene la certeza de que puede alcanzar sus sueños como cualquiera, nada lo detiene.
Pero también hay que reconocer que no en todas las familias los padres lo enseñan a sus hijos. Menos si en los hogares hay violencia y desunión. Por eso es urgente que los jóvenes encuentren quien los haga reflexionar para que descubran su valor y lo hagan patente, que los motive a conocerse y amarse a sí mismos de tal manera que sean capaces de poner límites a quienes quieran abusar de ellos o utilizarlos de alguna forma. Que sepan que tienen la posibilidad de cambiar de rumbo y aprovechar sus talentos y habilidades para transformar su realidad y sobre todo, que tienen derecho a ser felices.
Debemos ayudarlos para que escuchen la voz de Aquél que dijo al hijo de la viuda de Naím: “Joven, a ti te digo: levántate” (Lucas 7, 14), para que se reconozcan como hijos de Dios, dignos, valiosos, únicos e irrepetibles, y que, fortalecidos, se apliquen personalmente la frase: “Joven, a ti te digo: valórate” para que cambien su futuro, el de sus hijos y el de la sociedad. Hagámoslo posible.