Por Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas |
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Esta es una frase inspirada en lo que dice el apóstol Pablo en su carta a los romanos (8,22), que adquiere ahora una implicación ecológica.
En efecto, en todo el mundo nuestra hermana madre tierra está sufriendo una devastación progresiva, con graves consecuencias para la humanidad. Donald Trump, contra todas las pruebas científicas, se obstina en negar esta realidad, porque sus intereses son meramente economicistas; lo que le importa es producir y ganar dinero, aunque su país siga destruyendo la naturaleza. ¡El dinero cierra la mente y el corazón!
Mi pueblo natal está asentado en una región que ha abandonado los cultivos tradicionales de maíz, frijol, habas, chícharos, trigo, durazno y aguacate, y está invadido por invernaderos para producir flor, jitomate, chile, pepino y otras legumbres, a base de agroquímicos. Han abandonado el durazno criollo, por otras variedades injertadas y reproducidas con ayuda de la química. Casi nadie siembra maíz; se compra y se consume el transgénico. Como consecuencia, se multiplican los casos de personas atacadas por el cáncer. Hay regiones donde el aire que se respira está contaminado por todos los componentes químicos que se aplican a los nuevos cultivos. Eso sí, la gente sigue entusiasmada, porque en poco tiempo sacan su producción, con buenos ingresos. Pero, ¡a qué costo! Aumentan enfermedades que eran desconocidas, y ahora casi en todas las familias se presentan casos. Les digo a mis paisanos que adviertan estos daños ecológicos, pero predomina el dinero que llega a sus bolsillos.
PENSAR
Sobre estos delicados asuntos, aunque en otro contexto, el Papa Francisco, en su visita a la selva amazónica de Perú, en Puerto Maldonado, dijo:
“Probablemente los pueblos originarios amazónicos originarios nunca hayan estado tan amenazados en sus territorios como lo están ahora. La Amazonia es tierra disputada desde varios frentes: por una parte, el neo-extractivismo y la fuerte presión por grandes intereses económicos que apuntan su avidez sobre petróleo, gas, madera, oro, monocultivos agroindustriales. Esta problemática provoca asfixia a sus pueblos y migración de las nuevas generaciones ante la falta de alternativas locales. Hemos de romper con el paradigma histórico que considera la Amazonia como una despensa inagotable de los Estados sin tener en cuenta a sus habitantes. Sabemos del sufrimiento que algunos de ustedes padecen por los derrames de hidrocarburos que amenazan seriamente la vida de sus familias y contaminan su medio natural.
Existe otra devastación de la vida que viene acarreada con esta contaminación ambiental propiciada por la minería ilegal. Me refiero a la trata de personas: la mano de obra esclava o el abuso sexual. La violencia contra las adolescentes y contra las mujeres es un clamor que llega al cielo. Nuestra Iglesia nunca dejará de clamar por los descartados y por los que sufren.
El consumismo alienante de algunos no logra dimensionar el sufrimiento asfixiante de otros. Es una cultura anónima, sin lazos y sin rostros, la cultura del descarte. Es una cultura sin madre, que lo único que quiere es consumir. Y la tierra es tratada dentro de esta lógica. Los bosques, ríos y quebradas son usados, utilizados hasta el último recurso y luego dejados baldíos e inservibles.
Los falsos dioses, los ídolos de la avaricia, del dinero, del poder, lo corrompen todo. Corrompen la persona y las instituciones; también destruyen el bosque. Los animo a que se sigan organizando en movimientos y comunidades de todo tipo para ayudar a superar estas situaciones, y también a que, desde la fe, se organicen como comunidades eclesiales de vida en torno a Jesús.
Amen esta tierra, siéntanla suya. Huélanla, escúchenla, maravíllense de ella. Enamórense de esta tierra, comprométanse y cuídenla, defiéndanla. No la usen como un simple objeto descartable, sino como un verdadero tesoro para disfrutar, hacer crecer y transmitirlo a sus hijos.
Algunos de ustedes, jóvenes que nos acompañan, proceden de las comunidades nativas. Con tristeza ven la destrucción de los bosques. Sus abuelos les enseñaron a descubrirlos, en ellos encontraban su alimento y la medicina que los sanaba. Hoy son devastados por el vértigo de un progreso mal entendido. Los ríos que acogieron sus juegos y les regalaron comida hoy están enlodados, contaminados, muertos. Jóvenes, no se conformen con lo que está pasando. No renuncien al legado de sus abuelos, no renuncien a su vida ni a sus sueños” (19-I-2018).
ACTUAR
Cuidemos nuestra hermana madre tierra, porque de ello depende la vida buena para todos.