Por Mario De Gasperín Gasperín

“Buenos discursos, pero infecundos. Y cuanto más atacan a X… más infecundos. ¿Por qué? Porque no es con palabras sino con obras con lo que hay que atacar a los ambiciosos. Pero resulta que nosotros, los oradores, por no disgustarlos a ustedes no hablamos de obras, sino gastamos el tiempo en diatribas contra X…, y ustedes, los oyentes, dejan atrás a X… en oratoria, pero también le dejan hacer cuanto le da la gana… Y resulta lo que tiene que resultar. Que cada uno sale especialista en su oficio: él en obrar y ustedes en hablar».

Póngale a la X el nombre que guste pero el texto que acaba usted de leer pertenece al exordio de la segunda Filípica de Demóstenes pronunciada ante los atenienses, quienes, entre cándidos y crédulos, confiaban en las promesas de paz del conquistador Filipo. A éstos se sumaban los oportunistas que buscaban sacar provecho personal de la situación común de peligro. Todos se dedicaban a especular y prometer, pero nadie a actuar. Lo mismo que nos pasa aquí.

Los oradores se dedicaban a tranquilizar al pueblo y a endulzarle el oído para no alarmar a la población y obtener su beneplácito. De informadores oficiales pasaron a mentidores profesionales. Estas prácticas engañosas ahora manejan modernas metodologías como la manipulación de encuestas, los rumores falsos, las cifras alteradas y los hechos potenciados según la conveniencia de la empresa informativa o del respectivo patrocinador.

Demóstenes tuvo la osadía de descubrir el engaño, advertir el peligro y no esquivarlo al hablar con la verdad. Oponerse, por amor a la verdad, a la prepotencia de los gobernantes o al beneplácito de las multitudes, es virtud ahora desaparecida del calendario cívico y electoral.

Que estas cosas sucedan no nos debe extrañar. La condición humana es hoy la misma de siempre. Cambian los tiempos y se mudan las costumbres, pero el corazón humano es, según el dictamen bíblico, siempre el mismo, empecinado en el mal, aun después de haber padecido un castigo ejemplar: «Sí, porque desde su juventud la inclinación del corazón humano es perversa» (Gn 8, 21).

Si un diluvio no bastó para cambiar el corazón perverso de la primera humanidad, para cambiar el de la segunda se requiere, según confesión del pecador rey David, todo el poder creador de Dios: «Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Salmo 51). Corazón capaz de volver a sintonizar con el de Dios.  Esa debilidad congénita del ser humano se llama «pecado original», cuyos efectos padecemos y pagamos carísimos todos los días. ¿Cuánto nos cuesta mentir? Recordar el testimonio de un pagano como Demóstenes, quizá nos dé esperanza de que algún día entrará, por una de esas rendijas por donde suele colarse el Espíritu Santo, un rayo de luz y de verdad que logre iluminar la vida social y política de nuestra patria con el esplendor del Evangelio.

El periódico El País (No. 14.897) hizo un recuento de las «mentiras del debate» reciente, sostenido por los aspirantes a ocupar la presidencia de la república; si a éstas añadimos la inoperancia de las propuestas, la situación descrita por Demóstenes reviste total vigencia entre nosotros. Por los comentarios se infiere que la propuesta más «realista» y más absurda que escuchamos -burla y crueldad se emparejan-, fue la de la amputación de miembros a los corruptos.

En contraste, las promesas y propuestas para subsanar las gravísimas heridas nacionales no fueron sino cataplasmas verbalistas, alejadas de la realidad. Ninguna salvación se opera a la distancia, sino por inmersión en lo concreto. La cita de Demóstenes demuestra que los clásicos están vivos todavía.

 

Publicado en la edición impresa de El Observador 6 de mayo de 2018 NO. 1191

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