Por José Francisco González González, obispo de Campeche |
El caminar de Jesús avanza. Nosotros caminamos con Él, pues Cristo es el camino, la verdad y la vida. Ir con Jesús es saber que se va al encuentro de la salvación. Litúrgicamente, también vamos haciendo ese camino de seguimiento a Jesús.
En este XIV domingo del tiempo ordinario, san Marcos (6,1-6) nos presenta a Jesús, quien convive con sus parientes, amigos y paisanos. Está en medio de ellos, pero, extrañamente, ellos no le conocieron. La escena evangélica nos lleva al dramático reclamo que nos hace Juan en su prólogo: Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron.
Jesús pasa 30 años en Nazaret. Convive con su gente. Allí trabaja, vive como ellos, con ellos. Treinta años juntos, y llega un momento en que su misma gente lo desconoce.
JESÚS ASOMBRA PERO NO LE CREEN
Jesús vuelve a su patria, Nazaret. Jesús habla. No nos dice el Evangelista Marcos cuál fue el discurso de Jesús, ni el tema de su intervención. Lo que sí nos indica el texto es que la gente allí circundante mostró dos actitudes: asombro e incredulidad.
El auditorio se maravilla diciendo: “¿De dónde le vienen a éste tales cosas y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada, y cómo se hacen por su mano tales milagros?”.
Se escandalizan de Él. Mencionan sus familiares, quienes no son de alcurnia; no son de las “familias importantes” por su economía, poder o influencia. Su padre, el carpintero. Su madre, María, la vecina. Sus familiares, hombres y mujeres comunes y corrientes.
Hay un autor antiguo, identificado como el Pseudo Jerónimo, que comenta este pasaje bíblico diciendo: “Muchas veces también acompaña el menosprecio al nacimiento… porque el Señor elige lo humilde y aleja lo que es elevado”.
Ya Marcos 3,20-25 nos había hecho notar que Jesús fue mal visto por sus conocidos. Allí Jesús subrayó que su “nueva familia” son todos aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios, su Padre; todos los que pongan en Él su fe y confianza.
NADIE ES PROFETA EN SU TIERRA
De allí el proverbio famoso de Jesús: Nadie es profeta en su tierra. Allí no pudo hacer milagros, excepto la curación de algunos enfermos a quienes les impuso las manos.
En realidad, Jesús con su predicación y con sus milagros, viene a prestar un servicio de salvación. En este ministerio, como lo hizo ante el demonio y sus fuertes tentaciones, no busca la espectacularidad, ni la fama, ni el dinero, ni el placer. Él va por otra línea de actuación.
A propósito, conviene traer a colación lo escrito por el papa Benedicto XVI en su primera encíclica, “Dios es Amor”, número 16: “Este es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo –la cruz- y precisamente esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente.
“Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo. “Somos unos pobres siervos (Lc 17,10) en efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don”.
Similar experiencia tuvo san Pablo, y por eso nos invita a decir:
¡Cuando soy débil, entonces soy fuerte!