Por Fernando Pascual
En su famosa obra «1984», George Orwell imaginaba a su personaje sobre su manera de reaccionar ante la fuerza de un Partido (el comunista) que buscaba ir contra lo evidente.
Frente a la fuerza de la manipulación y de la mentira, el personaje descubría un ámbito de libertad, gracias al cual era posible reconocer lo obvio: los hechos son hechos. Estas son las reflexiones de «1984»:
«Había que defender lo evidente, lo estúpido y lo verdadero. (Tenía que aferrarse al hecho de que las verdades de Perogrullo son ciertas! El mundo existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos dejados en el vacío caen hacia el centro de la tierra».
De lo anterior surgía un axioma fundamental, que vale ante cualquier dictadura (física o intelectual): «La libertad consiste en poder decir que dos y dos son cuatro. Admitido eso, se deduce todo lo demás».
Con sorpresa, en algunas sociedades que se consideran democráticas es peligroso decir que las cosas son como son.
Por ejemplo, decir que el aborto provocado es suprimir la vida de un hijo se considera teocracia o desprecio hacia la mujer.
Decir que no todas las religiones pueden ser verdaderas lleva a la acusación de fundamentalismo o de discriminación hacia lo diferente.
Decir que un ser humano desarrollado morfológicamente como varón o como mujer no puede ser lo opuesto ya es en algunos lugares motivo para ser acusado con el delito de odio…
Como el protagonista de «1984», hay que pensar, escribir y decir que dos más dos son cuatro, que las piedras son duras, que las preferencias no cambian las realidades biológicas, que un aborto provocado es un crimen.
Ese es el mínimo espacio de libertad que garantiza la pervivencia de la justicia, que permite superar las presiones de cualquier ideología totalitaria, y que abre espacios al pensamiento orientado a buscar lo que todos deseamos: el encuentro con la verdad.