Por Antonio Maza Pereda

Cada vez que alguien ha tratado de timarme, más pronto o más tarde me dice: ¡No sea usted desconfiado! Con lo cual, irremisiblemente, me pone en guardia. Y, tristemente, siempre he tenido razón. Reconozco que eso es un defecto en mí, pero qué quiere usted.

Eso que me ocurre en lo personal, lo veo en lo político y en lo social. La gente que vale se gana la confianza de otros con sus hechos. No con frases: «Confíe en mí», «No le voy a fallar». Y otras por el estilo que siempre están en el léxico de muchos políticos. Malamente, lo reconozco, me vuelve a surgir ese rechazo instintivo.

La confianza es un aspecto fundamental, posiblemente el más importante para el desarrollo económico y social de una nación. Francis Fukuyama, autor del libro Confianza (originalmente Trust en inglés) hizo su libro basándose en parejas de países o regiones en un país, con una dotación de recursos similar, puntos de partida parecidos y demuestra que donde no hay confianza en las sociedades, el desarrollo se estanca y donde se ha construido confianza, a veces por períodos muy largos, las sociedades prosperan. Algo así se ve en nuestro país: estados con pocos recursos, pero donde la gente hace honor a su palabra son más prósperos que otros con mejores patrimonios naturales pero donde la gente solo confía en su propia familia y a veces ni eso.

¿Por qué hablar de esto en momentos postelectorales donde todos están tratando de reponerse, unos de la alegría y otros del susto? Porque la gobernabilidad de un país depende de la confianza de los ciudadanos en su gobierno. La legitimidad solo en parte la dan las urnas, a pesar de lo importante que son las elecciones.

Ahora que se habla de reconciliación y que todas las fuerzas políticas hablan, al menos de dientes para afuera, de reconciliar a los mexicanos, no faltan quienes nos piden confiar en aquellos que tienen dudosos antecedentes, en los que se dedicaron a infundir el odio entre los mexicanos. De todos los bandos: ganadores y perdedores. Que nadie quedó exento.

Ahora nos llegan voces que nos dicen que nosotros los católicos debemos poner el ejemplo y poner nuestra confianza en gobernantes que ya dieron muchos motivos para desconfiar. Como si no debiéramos seguir el consejo evangélico de ser sencillos como las palomas, pero astutos como las serpientes. Sí, es cierto que San Pablo pedía y nos sigue pidiendo que roguemos a Dios por los gobernantes. Y no hizo excepciones: pidió incluso por los emperadores romanos que lo persiguieron y martirizaron. Pero no ordenó a los cristianos que confiaran en ellos.

Sí, es una pena que no podamos tener confianza. Pero no se nos puede exigir confianza así nada más. Quien quiere nuestra confianza se la tiene que ganar. Y ya que estamos en esto, podríamos cuestionarnos si cada uno de nosotros también se ha hecho digno de confianza. Porque sería muy injusto pedir que los demás sean confiables cuando nosotros no lo somos.

De fondo, este fue el gran tema de las pasadas elecciones. El gobierno saliente no inspiró confianza, ni lo lograron los otros candidatos. Ni la prensa, ni los empresarios, ni otros actores sociales.

Cada vez que atacaban al actual presidente electo, lo reforzaban gracias a la desconfianza que inspiran. Hoy no nos basta que el presidente electo, ni sus partidarios nos «reafirmen» que buscan el bien de los pobres y el de la patria. Tristemente, es mucho pedir. Mientras no se demuestre que el nuevo régimen va a gobernar para todos, la desconfianza seguirá presente.

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 8 de julio  de  2018 No. 1200

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