Por Fernando Pascual
La preocupación ante la fuerza de grupos y partidos populistas surge desde una interesante idea: no todo vale lo mismo en la vida social.
Esa idea choca frontalmente contra el relativismo. Según la postura relativista, en democracia todos los partidos entran en igualdad de condiciones, porque ninguno puede ser visto como «mejor» ni como «peor».
Basta un mínimo de sentido común para reconocer que algunos partidos políticos tienen propuestas descabelladas, o dañinas, o peligrosas, o populistas.
El relativista, sin embargo, no tiene herramientas para defenderse ante esas propuestas, porque carece del criterio para distinguir entre bien y mal, entre justo e injusto, entre populistas y políticos sensatos.
Por lo mismo, una democracia que quiera ser sana y sobrevivir ante los embates del populismo y de posturas políticas dañinas, tiene que rechazar seriamente el relativismo y aceptar que existen criterios objetivos para juzgar sobre la corrección o incorrección de cada propuesta.
Los problemas surgen a la hora de establecer esos criterios. Pero el hecho de que no sea fácil identificarlos, o que se discuta sobre cuáles sean aquellos fundamentales, no quita la necesidad de un esfuerzo sincero por llegar a ellos para aceptarlos como el mínimo necesario para una buena convivencia social.
Frente a tantas ideologías que han provocado y provocan millones de muertes, sea desde posturas racistas, sea desde nacionalismos exagerados, sea desde el desprecio hacia los pobres, los indefensos, los no nacidos, hace falta construir planteamientos políticos que garanticen los derechos fundamentales.
Desde esos planteamientos no solo será posible rechazar cualquier postura populista dañina, sino también construir proyectos políticos que sirvan para tutelar la justicia, para defender a los más débiles, y para promover la necesaria armonía social, que tanto beneficia a las personas y a los grupos.