Por Fernando Pascual
Desde ideales se toman decisiones y se orienta la propia vida. Esos ideales pueden ser malos o buenos, egoístas o solidarios.
Hay ideales para uno mismo: perfeccionar la forma física, bajar de peso, estar mejor informado, rendir más en el trabajo.
Hay ideales para la vida en familia: renovar los muebles, organizar mejor la limpieza, arreglar las ventanas, aumentar el tiempo para el diálogo.
Hay ideales en el mundo del trabajo, en la política, en la economía, en el arte, en la vida religiosa, en tantos y tantos ámbitos humanos.
Ante tantos ideales, ¿cómo discernir entre los peores y los mejores? ¿A cuáles prestar atención prioritaria?
No resulta fácil encontrar la respuesta, y eso explica tantas dudas a nivel personal, tantas confrontaciones en familia o en sociedad.
Por eso, antes de elegir un ideal como luz que guíe las propias decisiones, o las decisiones de un pueblo, hay que sopesarlo bien. ¿Cómo?
Algunas pistas pueden servir de ayuda. Un ideal será bueno si nos ayuda a mejorar como personas de modo integral: en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, en nuestras relaciones y en nuestros deberes.
Un ideal será bueno si permite superar egoísmos, vencer injusticias, desarraigar ambiciones, y promueve un mundo más solidario, más acogedor, más justo.
Un ideal será bueno si, además, no solo nos ayuda a afrontar adecuadamente los compromisos temporales, sino que nos abre al horizonte de lo eterno, del encuentro con Dios ahora y tras la muerte.
Cada día tomo nuevas decisiones. Si mis ideales son buenos, con mis elecciones seré capaz de promover un auténtico progreso, en mi propia vida, en la vida de los seres más cercanos, y en este mundo tan necesitado de justicia, bondad y belleza.