Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
Los progresos tecnológicos traen muchos resultados positivos pero no podemos subestimar el lado oscuro del nuevo mundo digital en el que vivimos.
Pietro Parolin
Gracias al estimado doctor José Luis Soberanes Fernández, tuve ante mí un vídeo que circula en las redes sociales donde una señora de nombre Amparo Medina, que se presenta como Directora de Acción Pro Vida, Ecuador, cuenta cómo antes de abrazar profundamente la fe católica fue atea y anticlerical, militante de la izquierda política extrema, guerrillera y, finalmente, por paradójico que parezca, funcionaria del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), instancia desde la cual, confiesa, colaboró a la inducción y legalización del aborto en países tan pobres como el suyo.
Su testimonio crudo y elocuente (también copioso, pues en el sitio web de YouTube basta poner su nombre para hallar un lote no pequeño de vídeos suyos) pero el crédito de su dicho descansa en ella, pues también hay quienes, con autoridad, impugnan la veracidad de sus palabras.
Lo que no puede uno negar es lo siguiente: en el seno de la Iglesia, ¿quiénes tendrían que ser las más ardorosas defensoras de la vida humana desde su concepción sino las mujeres que habiendo pasado por la experiencia del aborto inducido adquieren la certeza de que su práctica es brutal y absolutamente ajena a la naturaleza humana y al plan de Dios?
Y es que, mientras la defensa del derecho a la vida se siga promoviendo como un reducto de la Iglesia católica de frente al secularismo ateo, descreído y laicista, su hondura no tendrá la amplitud y extensión que merece.
Relaciono lo anterior a otro caso totalmente distinto, aunque con imbricaciones similares: que en México la gente de sotana se vea impelida a recomendar la participación ciudadana activa en un proceso electoral a través del sufragio, circunstancia que en nuestros tiempos es por lo menos anacrónico.
Que en un país de abrumadora mayoría católica siga siendo notoria la «minoría de edad» de los fieles laicos se debe, en buena parte, al protagonismo del clero y que si hasta este momento la escasa participación en la política partidista de los católicos es opaca, sectaria o tendenciosa, a una cultura en la que no poca responsabilidad en ello la tiene el protagonismo clerical apenas mencionado.
Si ello es así tal vez se deba a esa visión marcadamente masculina que entre nosotros (los católicos mexicanos y especialmente el clero) no favorece eso que el Papa Francisco describió hace poco, el 21 mayo de este 2018, en su homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta, durante la primera memoria de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, que él acaba de instituir, de la que entresaco estas palabras:
«La Iglesia es femenina», «es madre» y cuando falta este rasgo que la identifica se convierte «en una asociación de beneficencia o en un equipo de futbol»; en cambio, cuando «es una Iglesia masculina», se convierte, tristemente, «en una Iglesia de solterones», «incapaces de amor, incapaces de fecundidad».
Uno de los retos grandísimos para los católicos en México en estos momentos consiste, pues, en colocar en situación simétrica a los fieles laicos como actores plurales en un debate verdaderamente democrático donde se expongan y defiendan desde la razón, como lo acaba de decir Andrea Levy a propósito de la derrota electoral del Partido Popular en España, propuestas positivas «que ilusionen con un nuevo optimismo, frente a los que hacen del malestar una forma de obtener rédito electoral».
Publicado en la edición impresa de El Observador del 22 de julio de 2018 No. 1202