Por Fernando Pascual
Empieza un debate. Argumentos y contraargumentos. Aquello parece que nunca terminará.
¿Por qué ocurre lo anterior? Primero, porque hay diferentes puntos de vista. Uno dice que el aborto debe ser visto como derecho. Otro lo considera como crimen. Empieza la discusión.
En debates intensos, se añaden ideas y más ideas, con orden o con desorden, desde sentimientos descontrolados o con ironías bien elaboradas.
La discusión se alarga, entre parlamentarios, en los comentarios online de una noticia, en un blog interminable, en la sobremesa con familiares o amigos.
Comienzan así discusiones infinitas, en las que unos afirman, rebaten, atacan, mientras otros responden, defienden, contraatacan.
Al final, porque todo tiene que terminar en el flujo continuo del tiempo, una cierta sensación de cansancio y hastío lleva a pensar que todo ha sido inútil.
Quizá alguno (incluso los dos o más participantes) canta victoria. En realidad, solo hay auténtica victoria en cualquier diálogo humano cuando se produce un acercamiento, mayor o menor, hacia la verdad.
Acaba de iniciar una nueva discusión. El tema, esta vez, es sobre si Cristo fundó la Iglesia. Intervenciones y más intervenciones.
Ayudará, en ese y en cualquier otro debate, no olvidar nunca que hablamos entre seres humanos, y que detrás de los argumentos hay historias que no conocemos ahora plenamente.
Luego, si hay respeto y seriedad, las intervenciones ayudarán a aclarar las posiciones, a ver los puntos a favor o en contra de cada tesis.
Esperamos que esta vez, seguramente desde la ayuda de Dios (otro tema interesante para una discusión…), la verdad se hará cercana, y entonces cada uno de los interlocutores se adherirá, con alegría, a ella.