Por José Francisco González González, obispo de Campeche |
El Evangelio (Jn 6, 41-51) comienza diciendo, que los interlocutores de Jesús, los judíos, murmuraban. Es la misma actitud que tomó el pueblo en el desierto, en contra del enviado de Dios, Moisés. Parece ser que cuando Dios “nos habla” con situaciones maravillosas, lo único que alcanzamos a responder es con murmuración. En esta ocasión, Jesús les habla del verdadero Pan Vivo bajado del Cielo. Ya no habla de la figura premonitoria del Antiguo Testamento, el Maná. No, ahora es el verdadero Pan, no ya más la figura. La respuesta del pueblo es el desprecio de la persona de Jesús y, también, su familia. Los murmurantes, en tono sarcástico, preguntan: “¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre?”; es decir, es un ‘don nadie’. No nos detengamos en esa diatriba. Pasemos a decir, que si bien, en el Evangelio de san Juan no se narra la institución de la Eucaristía, como sucede en los otros tres Evangelios, el discurso del capítulo 6 nos habla de lo mismo, pero de otra manera.
¿CREO EN LA EUCARISTÍA?
La pregunta no está por demás. La Eucaristía es un sacramento real, pero sólo desde la fe, lo aprecia y descubre el que hace la peregrinación y las prácticas necesarias. Si los judíos no creían en Jesús y sus signos maravillosos, porque ‘conocían’ sus humildes orígenes familiares, ¿cómo creer que en un pedazo de pan tan insignificante como una hostia, va a estar contenido, después de las palabras de consagración, toda la divinidad y humanidad de Jesús? Allí estriba la dificultad. En la sencillez del medio que Dios adopta para dejarnos la grandeza de su Ser. El creyente manifiesta su fe, no sólo con palabras, sino con actitudes y convicciones. ¿Cómo decir que creo en la Eucaristía, si no participo en ella, si no comulgo, si no entiendo lo que celebro? Eso sería ‘creer’, pero sin creer; decir ‘tengo fe’, pero vivir sin fe; pertenezco a la Iglesia, pero no vivo como Iglesia. Es la paradoja que subraya el prólogo del Evangelio de san Juan: “Vino a los suyos, y no lo recibieron”.
PADRE PÍO Y LA EUCARISTÍA
El Padre Pío, de quien estamos celebrando los 50 años de su ida al Cielo, amaba profundamente la Eucaristía. Él quería ser sacerdote, no por “hacer carrera” o para “tener algo de qué vivir”, o “por ocurrencia”, o “por gusto”. Él quería ser sacerdote para unirse en vida al sacrificio de Cristo en la Eucaristía. Por eso, Dios le aceptó su anhelo, y lo volvió un alma expiatoria, una persona eucarística. El Padre Pío de Pietralcina fue siempre muy enfermizo. Le faltaba casi un año para poder ser sacerdote, y pensaba que iba a morir antes. Por eso, pidió permiso para recibir la ordenación antes de los 23 años de vida, edad mínima en aquél entonces, para recibir la ordenación sacerdotal. Lo único que quería era celebrar la Misa. Tener ese encuentro personalísimo y afectuosísimo con el Amor (Jesús) era su delirio. Celebró la Primera Misa y otras muchas más (murió a los 81 años). Cada Misa era bien preparada y siempre profundamente agradecida. Él se levantaba a las 2.30 am para “prepararse” a celebrar la Misa. Pasaba grandes momentos de oración. Por eso, cuando celebraba, parecía absorto. No era actuación externa, para que la gente lo apreciara. Él lo hacía porque reconocía, podríamos decir “veía” a Cristo vivo en la misma hostia consagrada, en el mismo vino hecho sangre derramada para la remisión de los pecados del mundo entero. Al inicio de su vida sacerdotal recibió, en su cuerpo las dolorosas estigmas. Al morir, de manera incomprensible, esas se borraron totalmente, ni siquiera marcas o cicatrices quedaron en su piel.
¡Feliz Día del Señor! ¡Danos, Señor, siempre de ese mismo Pan!