Por P. Fernando Pascual

No resulta fácil aclarar las posibles relaciones entre felicidad, derecho y justicia. Ante un tema tan amplio, nos limitamos a una reflexión preliminar.

La palabra felicidad incluye una dimensión subjetiva de quien llega a estar satisfecho cuando cree haber alcanzado algo que consideraba como bueno para sí.

Aquí surge un serio problema. Una persona cree que este viaje lo hará feliz. Después de varios días, sufre un completo desengaño.

Otra persona se ha enamorado intensamente. Encuentra en la otra parte un rechazo absoluto. ¿Puede, entonces, el enamorado rechazado ser feliz?

Una tercera persona ha comprado lo que era la casa de sus sueños en un valle fecundo. Unas inundaciones inesperadas destrozan buena parte de la casa y del valle.

La lista de situaciones problemáticas puede llegar a ser larguísima, pero refleja dos hechos: no todo lo que uno considera como bueno lo es; nadie es capaz de un control completo de los diferentes eventos que ocurren a su alrededor.

Estos dos hechos, entre otros, explican por qué resulta tan difícil alcanzar la felicidad, y por qué un legislador sensato reconocerá que es imposible elaborar leyes que garanticen la felicidad para todos y para cada uno.

Ciertamente, alguno dirá, al debatir algunas leyes concretas, el Estado intenta promover maneras que ayuden a la gente a avanzar hacia la felicidad.

Esas maneras, que consisten normalmente en quitar obstáculos y en ofrecer subsidios, no pueden superar los dos hechos antes mencionados. Siempre habrá personas que quedarán frustradas en sus deseos de felicidad.

A pesar de todo, un Estado que aspire a la justicia buscará caminos para que los obstáculos no sean tan grandes, y para que los seres humanos puedan encontrar modos oportunos y prudentes que les permitan seguir en camino hacia la deseada felicidad.

El reto, desde luego, es enorme. Por ello no puede quedar circunscrito a leyes y decisiones de los gobernantes, sino que abarca también la responsabilidad de cada uno.

Porque, en el fondo, la búsqueda de la felicidad implica amar la justicia, respetar los derechos ajenos (de todos, especialmente de los más débiles), y reconocer que en toda existencia humana hay aspectos incontrolables que dejan siempre espacios a desgracias dolorosas y, también (gracias a Dios), a sorpresas favorables que consuelan en medio de las dificultades de cada día.

El resultado final, ese que se consigue tras la frontera de la muerte, queda en manos de Dios, que ayuda a todos para llegar a una felicidad completa y justa. Una felicidad posible gracias a esa Providencia misericordiosa que lava los errores del pecado, y que alivia a tantos inocentes que no recibieron aquí justicia pero sí la alcanzarán en la vida eterna.

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