Por el P. Fernando Pascual
Dios tiene muchas maneras para llamar al pecador. Todas ellas tienen un origen estupendo: el Amor que Él nos tiene como Padre.
Entre esas maneras, una es sencilla y exigente: llevar al pecador a reconocer los propios pecados.
Porque tras el pecado tendemos muchas veces a justificarnos, o a encontrar atenuantes, o a acusar a otros, o simplemente a escondernos por vergüenza.
Dios, con paciencia, con tacto, con una pedagogía llena de cariño, nos ayuda a identificar nuestros pecados, a declarar que somos pecadores.
El reconocimiento del pecado quedaría vacío si Dios no nos ayudase, con su sabia pedagogía, a descubrir Su misericordia.
Porque de nada sirve declarar nuestra maldad si no somos capaces de percibir, al mismo tiempo, que Dios nos invita a confiar en Su perdón.
Por eso la venida de Cristo tiene un lugar único en la vida de los cristianos. Gracias al Hijo de Dios nacido de la Virgen María somos capaces de descubrir lo mucho que nos ama el Padre.
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16‑17).
Unido a la aceptación de Cristo como Salvador, el reconocimiento del pecado se convierte en un paso maravilloso hacia el encuentro con el perdón.
En la difícil y oscura historia humana, recordar que Dios llama a los pecadores nos permite abrirnos a la esperanza: todos podemos ser rescatados.
Este día también Dios me está llamando. Con dulzura, de un modo personalísimo, como lo haría la mejor de las madres.
Para el gran milagro del perdón basta con ponerme ante su mirada y declarar, con humildad y confianza: ten piedad de mí, Señor, porque soy un pecador…