Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

“Yo no sé nada de historia. Pero sé que hasta hoy no se ha escrito la historia desde el punto de vista del hombre de la calle, del pueblo, del lector. Y ese será mi punto de vista», advertía Chesterton  al contar historias de personajes y gremios populares. Para comprender a una nación, sobre todo cuando se la quiere servir, es necesario conocer su historia y, para ello, bajar hasta sus raíces, hasta la «microhistoria» de las familias, de los pueblos y palpar la entraña nacional. ¿Quién ha valorado el aporte de las familias católicas a la paz y al bienestar de la nación? ¿Quién agradece a los hermanos migrantes que con el riesgo de su vida contribuyen sustancialmente al sustento de sus familias? Y éstas son las familias vapuleadas por la televisión y desfiguradas por los ideólogos del poder. Pretenden conocer al pueblo mediante encuestas y estadísticas sin imaginar el vacío abismal que los separa de su corazón.

La salvación comenzó con la irrupción de Dios en la vida de Abraham y de su clan hasta convertirse en un pueblo numeroso. Dios toma nuestro tiempo, lo hace suyo y lo colma de eternidad. El cristianismo asumió plenamente el tiempo de historia humana, la fecundó con su fe y la convirtió en Historia de Salvación. La Iglesia católica es la iglesia del «Dios con nosotros», del Emmanuel. Así, la historia humana, comenzando por la microhistoria, se convirtió en lugar del diálogo entre Dios y la humanidad. Comenzó en la periferia, en Nazaret y en Belén, no en Jerusalén ni en Roma. Esta es la originalidad y sorprendente novedad del cristianismo y el desafío que lanza a los poderosos.

México es un país de profundas raíces, mucho más de lo que alcanzamos a imaginar. El alma oculta de los pueblos nativos brota como por generación espontánea en múltiples y desconcertantes manifestaciones, fecundadas por la savia evangélica. Entre religiosidad natural indígena y Evangelio se dio una simbiosis difícil de desentrañar, que al extraño desconcierta y al agnóstico doméstico causa repugnancia visceral. Aquí está, sin embargo, la riqueza original y la savia nutricional del pueblo mexicano.

La microhistoria que dio origen al México que todavía vive, se generó en el Tepeyac con santa María de Guadalupe, el indio Juan Diego, el tío Bernardino y el obispo Zumárraga. El relato guadalupano del nican mopohua, su coincidencia con la imagen de santa María de Guadalupe, la integración de la cosmología y teología indígenas con la descripción bíblica de la «mujer vestida del sol» y con la doctrina del catecismo cristiano, constituyen un acontecimiento cuya originalidad es el «surtidor de católica fuente» que fecunda y recrea siempre a este maltratado país.

A este «sustrato cultural católico» se impuso, con violencia ideológica inaudita, un modelo de vida y pensamiento extraño e intransigente,  mediante una revolución social y política que degeneró en violencia religiosa sin igual.

El derramamiento de la sangre de mexicanos mártires de toda condición social y eclesial de entonces, alcanzó recientemente a un cardenal de la Iglesia y sigue vertiéndose desde las entrañas maternas hasta la intimidad de los hogares, provocando  disgregación en las familias, terror en los ciudadanos,  anonimato y desaparición de los homicidios y feminicidios hasta el punto de convertir al país en un inmenso cementerio. Para Carlos Fuentes «Más trágico que Edipo, México no ha sido capaz de reconocerse en su máscara». Pero México ya no tiene máscara. Tiene un Rostro que es el de una Madre en la que se refleja el Hijo, en el que podemos reconocernos todos hermanos. ¿Lo entenderemos?

Publicado en la edición impresa de El Observador del 14 de octubre de 2018 No.1214

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