Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Las letras son las casas de las cosas llenas de contenidos. Cuando se ordenan en conjuntos producen, pero no se sabe qué arte misterioso, palabras portadoras de ideas, sentimientos y pensamientos que, nuevamente ordenados (sin-taxis) artística o armoniosamente, producen narraciones e historias capaces de reflejar no solo la propia vida sino el genio mismo de los pueblos. Cada pueblo que se precia de culto, ostenta con orgullo la obra literaria que lo refleja y enaltece. Así, las simples letras, manejadas por el intelecto humano y con el soplo del espíritu, son capaces de comunicar inmortalidad a elementos tan efímeros y pasajeros como son las vidas de los mortales. Lo infinito cabe en la finitud de un junco, según el sugestivo título del libro de la escritora Irene Vallejo, de reciente aparición.

Este maravilloso arte comparte historia y toma nombre de otro similar, que consiste en enhebrar hilos, distribuirlos por longitudes y colores y armonizarlos mediante una trabazón consistente que se llama tela, tejido o textura. La familia literaria del verbo latino texo multiplica y esparce con singular fecundidad significados en nuestro idioma, de cuya riqueza disfrutamos sin saber ni entender el por qué. Este audaz vocablo no sólo es capaz de tejer telas, tejidos o texturas, sino que también entreteje narraciones, historias, cuentos, sueños y vidas enteras de individuos o países. El tejido y destejido de su tela sostuvo la fidelidad de Penélope durante los largos años de ausencia de su esposo, y brindó ocasión a Homero de tejer con su arte tan memorable historia. Esta trama de la vida humana se entrelaza con la divina y llega a tocar el mismo cielo en el texto sagrado, que llamamos Biblia.

Texto, pues, dice arte, dice historia, dice sabiduría, dice empeño, dice cultura, dice diálogo, dice comunión, dice compromiso, dice vida. Compromiso con la vida y con la sociedad, con el presente y con el futuro. En efecto, cuando a un conjunto de pensamientos y de experiencias les damos permanencia mediante la escritura, los convertimos en “texto” y les damos autoridad y, por consiguiente, trascendencia. Les atribuimos una dignidad semejante a la nuestra. Pretendemos así comunicarles durabilidad e incidencia, no sólo en nuestra vida sino para nuestro entorno y comunidad. Les deseamos sociabilidad y permanencia, comunión y trascendencia. Todo escrito, por tanto, compromete: “Las palabras vuelan, lo escrito permanece”, decimos, verdad que hasta el escéptico Pilatos profesó: “Lo escrito, escrito está”.

Cuando a un escrito lo elevamos al honor de libro de texto, adquirimos un compromiso que empeña no sólo nuestra palabra, sino el futuro de nuestros destinatarios y lectores. Ningún escrito es inocuo y mucho menos cuando hacemos de nuestra oferta una imposición. En el caso de tratarse de un texto único, la responsabilidad sería mayúscula e intolerable, tratándose de mentes débiles o inocentes. Una decisión así supone una antropología discriminatoria, en absoluta oposición a la dignidad de la persona. La diversidad humana y la pluralidad cultural han de recibirse y cultivarse como un don divino, a imagen de la Trinidad decimos los cristianos. El viejo adagio latino que invita a desconfiar y hasta a temer ante el “lector de un solo libro”, expresa con vigor y claridad el peligro a que queda expuesta una sociedad que, en mala hora, tiene que soportar este mal. Toda ideología mata el pensamiento. Decía a su crítico la inmortal sor Juana: “No hay cosa más libre que el entendimiento humano. Pues lo que Dios no violenta, ¿por qué yo he de violentarlo?”.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de septiembre de 2023 No. 1470

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