Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

“América fue un descubrimiento para Europa pero también para los indígenas, que no tenían conciencia continental ni étnica”. José Sanchís Muñoz

“No podemos seguir disponiendo de los bienes al ritmo de la avidez del consumo. Es necesario que existan límites que nos ayuden a preservarlos de todo intento de destrucción masiva de su hábitat”. Papa Francisco

En pos de la brecha abierta por Juan Carlos Sánchez-Antonio en su estudio “Cosmovisión mesoamericana, descolonización de las ciencias sociales y diálogo mundial de saberes” (2020), abordamos ahora el caso del puente que gracias a Francis Bacon y Augusto Comte hará posible al pensamiento occidental entre los siglos XVI y XIX, reemplazar los postulados de Platón y los de Aristóteles (la verdad está en las ideas / la verdad reside en la materia y forma de las cosas tal y como la atrapan los sentidos), con el método impasible e inalterable de las matemáticas, como criterio máximo de indubitabilidad y certeza pleno para determinar la cientificidad del mundo material y el control de la naturaleza.

Del puente apenas mencionado, sin prescindir más del método inductivo y empírico sustentado en la experiencia sensible, la modernidad en sentido propio nace cuando se modela con el nuevo postulado de la racionalidad cartesiana la primera epistemología racionalista, a la que servirá de complemento, al paso de no mucho tiempo lo que propongan dos coterráneos de Bacon, los empiristas John Locke y David Hume, con lo cual dispondrá Immanuel Kant de dos muletas para echar a andar su Crítica de la razón pura (1781), para la cual la ciencia moderna es la suma de “los juicios sintéticos (o empíricos) respecto a los juicios a priori (o matemáticos)”.

Con ello –siempre desde el discurso de Sánchez Antonio– tenemos a la vista lo que hasta el presente separa la cosmovisión mesoamericana de la moderna: la ciencia estructurada en juicios sintéticos – a priori con un método necesario: el empírico–analítico (o hipotético–deductivo), donde habrán de flotar (o serán botados en tales aguas) las ciencias naturales en particular y la ciencia moderna en general, y derivado de ello dos tipos de navíos o trincheras, el de la ‘naturaleza’ y el de la cultura, o sea, el de las ciencias naturales y el de las ciencias humanas, entrelazadas gracias a un “ordenamiento epistémico, empírico y matemático” que a modo de paradigma (razón-naturaleza, espíritu-historia), hará derivar el método por excelencia de la investigación de la ciencia social moderna, el cualitativo-cuantitativo, con la subsecuente instrumentalización de la vida (flora y fauna) y su soporte material (minerales y medio ambiente) y de la historia (que sólo puede ser la del linaje humano), en cuanto “cosas medibles (res extensa) y susceptibles de ser modificadas y controladas por la razón”.

Teniendo a la vista que el núcleo para controlarlo todo –y ponerlo al servicio de la razón– consiste en desentrañar las leyes de la naturaleza, es claro que quien lo consiga ejercerá en lo de adelante la hegemonía sobre quien lo ignore, crisol del que irán brotando, a modo de chispas, el espacio convertido en geometría, el cosmos como física, la naturaleza como aritmética y la acción humana como técnica o razón instrumental.

Habiendo agotado ya la utilidad del ‘conocimiento científico’ del mundo – del hombre – de la comunidad política respecto al largo plazo de la vida misma, estando todavía a tiempo de plantearnos la legitimidad de “las otras formas de conocer que tienen las diversas culturas excluidas por la expansión occidental” respecto a la vigencia de “una racionalidad de dominación que ha sido cómplice de la cuantificación y cosificación de la naturaleza (y del ser humano)”, sigamos escudriñando, en subsecuentes entregas, lo que sigue desde donde nos encontramos y sus porqué.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de septiembre de 2023 No. 1470

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