Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”. Gabriel García Márquez

Hace cien años (1923), a la edad de 37 años y a petición de José Vasconcelos, Diego Rivera iluminó con murales eternos el claustro principal (o del Trabajo) y el patio Juárez (o de las Fiestas) de la naciente Secretaría de Educación Pública (República de Argentina 28, en el casco antiguo de la Ciudad de México), para darnos su versión de lo que desde sus cuentas es México y quiénes somos los mexicanos, en tanto que destinó los muros de las escalinatas para recrear paisajes naturales y humanos del país, de sus litorales el altiplano..

Se trata de un proyecto monumental y grandioso que ilustra mejor que nadie antes y difícilmente después cómo en el presente de esta nación está el pasado prehispánico y el modo como el rico legado cultural artístico de la antigüedad mesoamericana sirvió de fuente al nacionalismo mexicano en su versión más auténtica.

En el proyecto del pintor de Guanajuato el primer nivel del claustro principal fue para los oficios de las regiones geográficas de México, sirviéndole —a propósito de la profunda fe católica de este pueblo—, de escenas de la Pasión de Cristo para acompañarlo. En el primer nivel de la planta alta eligió grisallas (murales en claroscuros, sin color) para aludir al trabajo intelectual, las ciencias y las artes. En el segundo, exaltó como héroes del trabajo y de las luchas revolucionarias a figuras tan legendarias como Cuauhtémoc o tan cercanas a él y a sus simpatías, como Felipe Carrillo Puerto, Emiliano Zapata y Otilio Montaño.

El segundo patio (de Juárez o de las Fiestas, hemos dicho) deja los muros de la planta baja a las tradiciones de la cultura popular mexicana, especialmente sus fiestas religiosas. Los del segundo piso a rememorar en veintiséis murales las estrofas de los ‘corridos’ ‘La Balada de Zapata’, ‘La Revolución Agraria de 1910’ y ‘Así será la Revolución Proletaria’, toda una glosa y un discurso panegírico a la Revolución Mexicana, no menos que una crítica feroz sus detractores.

En tales condiciones y trinchera —la sede de la Secretaría de Educación Pública— quedó el registró de un proyecto inmenso gracias al cual hace un siglo, por vez primera y a un costo humano grandísimo, la cultura mexicana tomaba conciencia de sí misma y de sus raíces más remotas, mecidas en el crisol del Evangelio y de los movimientos sociales que agitaron al mundo en las primeras décadas del siglo pasado.

Que ello tuviera como lugar un ámbito donde se alzaron edificios que entre los siglos XVI y XX fueron lo mismo el convento femenino de la Encarnación que la Aduana de Santo Domingo, que después sirvieron de Escuela de Jurisprudencia y Escuela Secundaria de Niñas y Normal para señoritas, no deja de ser significativo, lo mismo que la gestión enorme que para unificar ese conjunto tuvo el artífice el edificio, el Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes José Vasconcelos y las ideas que le acompañaron y pudo realizar con el espaldarazo pleno del Presidente Álvaro Obregón, gracias al cual se pudo fusionar el ayer con el hoy desde el paradigma de la educación y de la cultura y con bases tan sólidas que seguimos ancladas a ellas a la vuelta de un siglo, a despecho de todo lo que luego ideologizó el legado vasconcelista.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de julio de 2023 No. 1460

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