Ante las acusaciones, el Papa Francisco ha optado por una actitud que igual define y comunica: no usar las mismas armas que el enemigo
Por Felipe de J. Monroy @monroyfelipe
Hay que partir de un hecho: El Papa Francisco arrancó su quinto año de pontificado con quizá una de las más complejas crisis de orden, confianza y credibilidad en los corrillos de la jerarquía eclesiástica. En medio de la aún delicada tarea de atender las causas y efectos de los abusos sexuales cometidos por clérigos alrededor del mundo (y la reforma de actitudes de los pastores), desde el seno de las cortes vaticanas y sus aliados, le asestaron un dardo envenenado que básicamente buscaba desacreditarlo en su figura de líder y autoridad moral sobre la ruta de la Iglesia católica en el siglo XXI.
La insidia de sus detractores ha sido tan rabiosa que incluso periodistas especializados intentaron evidenciar las mentiras de las acusaciones apelando a la memoria, a los datos y a la veracidad de los argumentos; y, sin embargo, por mucho que se recomendaba al Pontífice devolver la acusación, responder contra el ataque, Francisco optó por otro tipo de respuesta.
Para comprender por qué, hay que acercarse a algunas ideas que Bergoglio ha expresado en sus mensajes, homilías y discursos. La primera, de una homilía en Casa Santa Marta en 2017:
«En el camino del cristiano, la verdad no se negocia, pero hay que ser justos en la misericordia». En aquella reflexión el pontífice afirma que la justicia y la misericordia son una misma cosa: «En Dios, justicia es misericordia y misericordia es justicia».
Por ello Francisco optó por no dar su respuesta fulminante (justa pero inmisericorde) contra sus acusadores porque «la verdad es silenciosa y no hace ruido».
El 3 de septiembre, una semana después de la acusación del exnuncio Carlo María Viganó, el Papa también reflexionó sobre ello durante una celebración nuevamente en Santa Marta:
«Con las personas que no tienen buena voluntad, que buscan sólo el escándalo, que buscan sólo la división, que buscan sólo la destrucción, también en las familias (lo que hay que hacer es): silencio y oración».
Y remató: «Que el Señor dé la gracia de discernir cuándo se debe hablar y cuándo callar».
Y es que, en su viaje a Filipinas de 2015, el pontífice argentino había dejado en claro que el mal, el enemigo, es quien está detrás de las personas que buscan escándalo, división y destrucción: «El diablo es el padre de la mentira. A menudo esconde sus engaños bajo la apariencia de la sofisticación».
Es decir, en Francisco hay una negativa para no utilizar los mismos medios que el enemigo; porque hacerlo implica modificar el propio fin, hacernos renunciar a la misión intrínseca de nuestra oposición. El Papa quizá tenga en mente el precepto del enorme Marco Aurelio:
«Haré mejor en aprender a callarme, provisionalmente, y a ser». Ser congruente con lo que ha predicado es un valor importante a considerar para Francisco; al estilo de Etty Hillesum, parece decir con su actitud:
«No creo que podamos corregir nada en el mundo exterior que no hayamos corregido ya en nosotros mismos. Tenemos que cambiar tantas cosas en nosotros mismos que no deberíamos ni siquiera preocuparnos de odiar a quienes llamamos nuestros enemigos»
El filósofo Tzvetan Todorov plantea sobre esto: «¿Debemos combatir al enemigo con sus propios medios? ¿No nos arriesgaríamos —aun triunfando sobre él— a ofrécele esa sombría victoria subterránea: la de habernos convertido en sus semejantes? ¿Es justa la lucha de esos hombres que conspiran para que no hubiera ya conspiraciones, que roban para que ya no hubiera robo sobre la tierra, que asesinan para que no se asesinara a los hombres?».
Francisco oferta su respuesta desde un terreno de la política moral cristiana y eso sorprende a todos quienes confunden la inacción discursiva con la aceptación. Y en este último caso, el Papa está muy lejos de aceptar que muchas cosas en la Iglesia permanezcan igual: ni el clericalismo, ni la actitud principesca de los pastores, ni el encubrimiento de los crímenes.
Bergoglio ratifica la tolerancia cero, pero antepone la voz de la institución a la propia, porque ésta última conlleva toda la debilidad humana.
En el comunicado con el que el pontífice ordenó el 6 de octubre pasado el estudio exhaustivo de los archivos del Vaticano sobre el escándalo sexual del excardenal Theodore McCarrick, el caso que desató la intentona de Viganó para que el Papa renunciara y que intentó dinamitar la credibilidad de Bergoglio, es terminante:
«Abuso y encubrimiento no pueden ser tolerados más […] un trato distinto de parte de los obispos que han cometido abusos o los han encubierto, de hecho representa una forma de clericalismo que no puede ser más aceptada».
Es decir, Francisco no evita dar una respuesta; comprende quién debe responder y aparta las fallas humanas de la búsqueda del bien ulterior.
Aún faltan capítulos a este penoso evento pero el Papa Francisco rechaza la tentación de entrar en el debate por la verdad sólo con las herramientas del poder y la razón; diríamos que confía —como Tolstoi— en la parte del Misterio con el que «Dios ve la verdad, pero no la suelta de golpe».
TEMA DE LA SEMANA: OBJETIVO: ¿DERRIBAR A PEDRO?
Publicado en la edición impresa de El Observador del 14 de octubre de 2018 No.1214