El pasado 26 de septiembre se cumplieron 836 años del nacimiento de uno de los santos más queridos en la Iglesia: san Francisco de Asís; y su fiesta litúrgica se celebra los 4 de octubre. En esta época tan difícil hay que aprender del ejemplo de este hombre que, en su tiempo, hizo exactamente lo que Dios le encomendó: «Repara mi Iglesia».
Nació en Asís, Italia, el 26 de septiembre de 1182, cuando su padre, el comerciante de textiles Pietro Bernardone, se encontraba en Francia.
Su madre, Giovanna Bourlemont (apodada «Pica»), hizo que se le bautizara con el nombre de «Giovanni» (Juan). Y ya sea porque, al volver, a Pietro no le gustó el nombre, o porque al enseñarle a hablar francés el niño resultó muy hábil, o simplemente porque Bernardone comerciaba mucho con Francia, toda la gente acabó por apodarlo Francesco («el francés»), que en castellano se convirtió en «Francisco».
Desde los 15 años Francisco ayudaba en los negocios de su padre. Pero lo que le interesaba era divertirse, asisitir a banquetes, la música de los juglares y vestir suntuosamente. Pero también le entusiasmaban tanto las historias de caballería que deseó alcanzar la gloria por ese camino.
Tenía unos 20 años cuando la ciudad de Perugia entró en guerra contra la de Asís, así que se enlistó como caballero.
Asís perdió en la batalla, y Francisco y otros soldados ricos fueron retenidos para pedir rescate por ellos. Estuvo prisionero un año, y cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo. Pero, tras curarse, siguió soñando con la gloria por la vía militar.
Acudió al llamado para participar en la Cuarta Cruzada. Se presentó con una armadura decorada con oro, y una magnífica capa. Pero Francisco no llegó más lejos que el viaje de un día de Asís porque tuvo un sueño sobrenatural en el cual Dios desaprobó su conducta y le indicó que regresara a casa. Entonces regaló su manto y su costosa armadura a un caballero pobre, y retornó.
Francisco dedicó cada vez más tiempo a la oración, y eso lo llevó a llorar por los pecados que había cometido en sus 25 años de vida. Luego se encontró con un leproso maloliente: a pesar del a repugnancia que sentía, bajó de su caballo y besó al leproso. Aquel acto le devolvió la paz a Francisco. Desde entonces visitaba y servía a los enfermos en los hospitales, y regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba.
Un día, Jesucristo crucificado le habló desde una imagen suya en la derruida iglesia de San Damián: «Francisco, repara mi Iglesia». Creyendo que Dios se refería al edificio material, vendió su caballo y mercancía de su padre para conseguir fondos. El papá fue por Francisco para llevarlo a casa, donde lo golpeó, le puso grilletes y lo encerró. Su madre lo liberó, y el joven volvió a San Damián. Bernardone denunció a su hijo ante el obispo de Asís, diciéndose robado y exigiendo el precio de lo vendido. San Francisco le devolvió no sólo el dinero sino hasta la ropa que llevaba puesta; y dijo:
«Pietro Bernardone ya no es mi padre. A partir de ahora puedo decir con total libertad: “Padre nuestro, que estás en los cielos”».
Le regalaron una túnica, un cinturón y unas sandalias que usó durante dos años. Pero luego, al reparar en las palabras del Evangelio: «No lleven oro….ni dos túnicas, ni sandalias», regaló sus sandalias y su cinturón, y se quedó solamente con su túnica sujetada con un cordón.
Regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para la reparación. Terminada ésta, se trasladó a la Porciúncula.
A pesar de que nunca fue sacerdote (sólo más tarde fue diácono), comenzó a predicar acerca de la penitencia, al entender que la «Iglesia en ruinas» se refería a los seglares y al clero, no excluyendo al propio Papa, pues había muchas inmoralidades, hambre de poder, acumulación de riquezas, etc. Y las palabras de Francisco realmente llegaban a los corazones de sus oyentes. Y Dios le concedió el don de profecía y de hacer milagros.
Muchos otros jóvenes decidieron unirse a san Francisco, viviendo la misma radicalidad que éste. Entonces, para hacer una sencilla regla, abrió el Evangelio al azar en tres lugares. El primer texto fue el llamado al joven rico para vender sus bienes y darlos a los pobres; el segundo, la orden de Jesús a los Apóstoles de no llevar nada en su viaje evangelizador, y el tercero, la exigencia de tomar la cruz de cada día. «Ésta es nuestra regla», determinó.
Así, san Francisco de Asís demostró a la Iglesia y al mundo que sí es posible vivir la radicalidad del Evangelio.
TEMA DE LA SEMANA: SAN FRANCISCO DE ASÍS: POETA, MÍSTICO, MISIONERO Y FUNDADOR
Publicado en la edición impresa de El Observador del 23 de septiembre de 2018 No.1211