Al huracán mediático provocado por el arzobispo Carlo María Viganò el domingo 26 de agosto del año en curso, al tiempo de publicar de forma simultánea en Italia, Estados Unidos y España, un J’accuse en el que pide la renuncia del Papa Francisco, embadurnándolo en fantasioso encubrimiento a un prelado estadounidense de la más alta jerarquía, es algo insólito desde la creación, en 1929, del Estado de la Ciudad del Vaticano, el más pequeño del mundo en términos territoriales, pero el más activo en el ámbito de la diplomacia papal, aunque no él, sino la Santa Sede. Lo que aquí sucede y lo que falta, merece una explicación.
En el ámbito internacional el caso de la Santa Sede es único. Se trata de una instancia que mantiene relaciones diplomáticas con casi todos los países del mundo; un ente soberano con nunciaturas y delegaciones apostólicas ante soberanías tan diversas como los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Montenegro, Serbia y Timor Oriental.
Pero no todo el tiempo fue así. Apenas en 1978, al inicio del pontificado de san Juan Pablo II, las relaciones diplomáticas acreditadas ante la Santa Sede eran apenas 84. Cuarenta años después suman 180, de los 194 Estados soberanos reconocidos por la ONU –por tener autogobierno y completa independencia–, con los que existe una relación formal, jurídica. De los restantes 14, ocho son estados musulmanes (Afganistán, Arabia Saudí, Brunéi, las Comores, las Maldivas, Mauritania, Omán y Somalia); cuatro comunistas (China, Corea del Norte, Laos y Vietnam) y los tres restantes Bután, Birmania y Tuvalu, mínimos.
Las misiones diplomáticas ascienden a 179 permanentes, aunque sólo 106 son residenciales; en los demás casos, sus titulares están acreditados para varios países. La Santa Sede sostiene relaciones diplomáticas con la Unión Europea, con la Soberana Orden Militar de Malta y con la Organización para la Liberación de Palestina, además de numerosas organizaciones internacionales.
Ahora bien, sus actividades diplomáticas se regulan desde la Secretaría de Estado a través de la Sección para las Relaciones con los Estados, todo lo cual implica un personal copioso y bien formado, que se forja en la Academia Pontificia, donde cuajan los diplomáticos de las Nunciaturas y de la Secretaría de Estado bajo estudios tan puntuales como son los de diplomacia, economía política, derecho internacional, historia e idiomas.
Por razones históricas y circunstanciales, a nadie extraña que estos diplomáticos pontificios sean de origen italiano o europeo, aunque la fe católica esté por allá cada día menos. Los países de abrumadora mayoría católica, en cambio, apenas sí tienen miembros en ese colegio. En México, por ejemplo, sobrarían los dedos de una mano para contar los eclesiásticos de esta nacionalidad que han prestado dicho servicio a lo largo de toda la historia.
Todo esto ha ido cambiando desde que el actual obispo de Roma no es ni italiano ni europeo, aunque su padre sí nació en la península del Mediterráneo.
¿Qué podemos colegir, más allá de lo que siga saliendo del caso Viganò, de todo lo hasta aquí esbozado? Que la contundente respuesta del Prefecto del Dicasterio para los Obispos, Cardenal Marc Ouellet (canadiense), cuyo inicio sirve de título a esta columna, sin poner el dedo en la llaga, anticipa lo que viene: que la Santa Sede se abra a una pluralidad que no puede más tiempo seguir siendo absolutamente eurocéntrica.
El arzobispo Viganò representa, desde la lectura de este escribano, al antiguo régimen; el Cardenal Ouellet, al nuevo y el Papa Francisco, al Pescador de Galilea en medio de la tempestad.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 14 de octubre de 2018 No.1214