Hace pocos días, al término de un partido de futbol entre el Necaxa y el Monterrey, trasmitido por una cadena de televisión especializada en deportes, el jugador chileno del Necaxa Luis Felipe Gallegos (1991) fue entrevistado por el comentarista en cancha.
Gallegos, autor del gol mediante el cual Necaxa empató con Monterrey, lo primero que dijo fue que estaba agradecido con Dios por haber anotado, pero también por el don de la vida, por su familia, por tener la oportunidad de jugar futbol y buscar el Reino de Dios, por confiar en él, etcétera.
La cara del comentarista era un portento. Esperaba la respuesta habitual: bueno, nos mostramos en la cancha, tuvimos otras oportunidades, jugamos bien, fuimos al balón… Las respuestas «de cajón» de los deportistas al terminar el partido y con ganas de irse a la ducha. Gallegos lo desarmó, como a los espectadores que todavía estaban viendo la transmisión de un juego sabatino poco importante.
La reflexión que deja es que en el deporte -más en el fútbol mexicano- cada día se está viendo con mayor fuerza algo que nuestras autoridades políticas, al menos desde la Constitución de 1917 a la fecha, han querido borrar de la faz de nuestro país: el agradecimiento a Dios en público. Pocos, muy pocos futbolistas dejan de persignarse cuando saltan a la cancha, cuando salen o entran de cambio o cuando meten un gol. Ellos sí lo hacen. ¿Por qué nosotros no? ¿Por miedo al qué dirán?
El entrevistador de Gallegos, por ejemplo, no dijo nada. Quizá en el fondo quedó conmovido. Y eso es ya un poquito de Evangelio.
El Observador
Publicado en la edición impresa de El Observador del 18 de noviembre de 2018 No.1219