Por José Francisco González González, obispo de Campeche
En este III Domingo de Adviento nos ayuda a seguir en la preparación de la Navidad la figura de Juan el Bautista, el gran precursor. Lucas nos presenta a este gran hombre, el más grande nacido de mujer, invitando a un cambio de conducta (Lc 3,10-18). Para ello, se basa en diversos textos bíblicos del Antiguo Testamento. Además, señala con fuerza el poder de Dios que viene con dinamismo transformante, como juicio del Espíritu y como fuego para el hombre.
El Bautista subraya que la conversión es para todos. Nadie está excluido de favorecer y propiciar un cambio de vida, incluso los fariseos, que se creían impolutos, sin mancha, sin pecado, perfectos.
Por otro lado, la reconciliación y el perdón que vienen de la conversión son posibles para todos los pecadores. Ninguno está excluido del amor reconciliante de Dios, también los soldados y los publicanos. El tercer aspecto en la predicación de Juan el Bautista es que la conversión implica un vivir para los otros en justicia inter humana.
Sin una decisión voluntaria de renunciar a las obras del mal, para abrir paso libre a la llegada divina, no puede haber verdadera conversión. De hecho, ese es el esquema del sacramento del Bautismo en nuestros rituales.
EL BAUTISMO, SACRAMENTO DEL CAMBIO
Como signo distintivo de este mensaje, Juan administraba a los hombres un bautismo. Es sólo un signo preparatorio para algo que será definitivo. Así lo atestigua Lc 3,16: “Yo bautizo con agua, pero el que viene, más fuerte que yo, … Él les bautizará en Espíritu Santo y fuego”.
Juan era un gran personaje. Al referirse a “uno más fuerte que yo”, no podría hacer alusión a ningún tipo de mesías de este mundo, sino a Dios, que al final de los tiempos triunfará sobre lo malo, y mostrará la salvación para los justos.
Ese Dios que vendrá (nosotros lo esperamos en la Navidad en la persona de Jesús, el nacido de la Virgen María) trae la fuerza que derrota el mal.
El bautismo de Juan, ahora lo podemos entender, es un bautismo preparatorio. Con él se dispone a los hombres para la llegada de su Dios. Porque, en efecto, la llegada de Dios será con la fuerza transformadora del Espíritu Santo; pero también, porta consigo mismo el fuego. La paja inútil de las injusticias humanas será quemada con la hoguera inextinguible que Jesús encenderá con su presencia.
EL CAMBIO DESEADO, EL DEL CORAZÓN
Así pues, hay dos momentos muy bien marcados en la narración evangélica, respecto a la conversión. El primero nos prepara a la venida de Jesús y tiene en Juan su prototipo: es necesario que se cumpla la justicia, aunque se corra el riesgo de la cárcel (… y de la muerte), como sigue en Lc 3, 19-20. El segundo se contiene en la palabra de Jesús, que nos ofrece la presencia transformante de su gracia.
Dicho de otra manera: El cambio social no es aún el contenido del reino de Jesús; eso es, todavía, el Antiguo Testamento, es el mensaje de Juan el Bautista. El reino de Jesús es más interno (en el amor), es más profundo. El reino de Jesús es la gracia de Dios en nuestra vida.
El bautismo del fuego del Espíritu conlleva, necesariamente, a una revolución. En esa transformación la ayuda a los más pequeños e indefensos será la característica distintiva. Jesús no viene a destituir la ley y los profetas, sino que viene a elevar a la plenitud el mensaje de ellos y a llevarlos a su más hondo cumplimiento. Por eso, con san Pablo (cf. Flp 4, 4s):
¡El Señor está cerca. Estemos alegres!