La función del presidente es, como la de todos los ciudadanos, él de manera eminente, trabajar por el bien común. Su primer discurso en el Zócalo capitalino fue un maratón de dos horas, con cien propuestas, que son promesas, que son proyectos, que son… ilusiones.
Sería magnífico que -a los tres años de la presidencia de AMLO— México fuera un país con servicios de salud como Noruega; enorme que no hubiera hambre en los niños o los ancianos; impresionante que todos los jóvenes tuvieran acceso a educación de calidad. Y que los criminales recapacitaran. Y los niños se portaran bien. Y los descendientes de los pueblos originarios tuvieran empleo.
Pero la buena política se basa en realidades: acciones graduales que afecten a lo indeseable y nos conduzcan a lo deseable. AMLO nos está pidiendo que dejemos el pesimismo para tiempos mejores. Que hoy nos arrebatemos de gozo porque ya hay austeridad republicana y una enorme dosis de moralidad en los nuevos funcionarios. Qué importa si se puede cumplir acaso diez por ciento de las cien propuestas. Pero, ¿no es vender ilusiones la primera inmoralidad política?
Hace tiempo una pintada de barda decía: «Todos prometen, nadie cumple. Vota por nadie». Con estos maratones de caramelos en zigzag vamos a terminar votando por nadie. Y eso se llama muerte de la democracia. O principio de la dictadura. Cosa que no queremos ver nunca más en nuestra Patria.
Por lo demás, el presidente de la CEM, el arzobispo Rogelio Cabrera, destacó que la esperanza que desató AMLO en su discurso del Zócalo es necesaria para México. Pero, subrayó, la esperanza no es magia. El presidente necesita contrapesos. Y ésos somos nosotros. Recordemos –lo dijo Jesús Reyes Heroles—que «lo que resiste, apoya».
El Observador de la Actualidad
Publicado en la edición impresa de El Observador del 9 de diciembre de 2018 No.1222