Por Luis Antonio Hernández
La transformación permanente de México, el combate a la corrupción y la erradicación de la pobreza, que sin duda constituyen algunas de las aspiraciones más importantes de la mayoría de quienes formamos esta nación, solo serán posibles en la medida que gobernantes y ciudadanos seamos capaces de contribuir a la reconciliación y la unidad nacional.
Durante los discursos inaugurales del nuevo gobierno, la concordia y la pacificación fueron los grandes ausentes; inclusive en algunos momentos daba la impresión que las líneas estelares de los mensajes del presidente López Obrador tenían como finalidad establecer diferencias y juicios de valor entre los incondicionales, aquellos que desde el Congreso de la Unión y la Plaza de la Constitución celebraban las arengas, y el resto de los mexicanos.
Eufemismos como «sin ustedes, los conservadores me avasallarían», fueron algunas frases que matizaron la alegoría del primer mandatario.
En un país mayoritariamente creyente, en el cual 8 de cada 10 personas se definen a sí mismas como católicas, es vergonzoso y preocupante el deterioro de las más elementales normas, convenciones y principios que sostienen la convivencia respetuosa, la solidaridad y la armonía social.
Las elecciones del mes de julio, así como el largo proceso de transición del gobierno federal, dejaron graves fisuras en los núcleos básicos de la sociedad mexicana: las familias, la colonia, la escuela y el trabajo, que a la postre han contribuido a debilitar aún más la estructura comunitaria.
Ante esta circunstancia los ciudadanos de buena voluntad debemos evitar los calificativos que dividan a la sociedad.
Con un porcentaje cercano al 83% de la población nacional, -casi 83 millones de mexicanos- los católicos tenemos la responsabilidad de encabezar unidos la reconstrucción del tejido social, además de defender y promover la vigencia de los valores morales y convertirnos en un eficaz contrapeso al nuevo régimen, que al amparo de la restitución de supuestas libertades individuales y la visibilización de sectores minoritarios de la población, ha emprendido una cruzada que atenta, entre otras cosas, contra los más elementales derechos humanos universales, como: la dignidad de la persona humana, el derecho a la vida, la protección de la familia y la paz.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 16 de diciembre de 2018 No.1223