Por P. Fernando Pascual

Hacer el bien desde el amor nunca ha resultado fácil. En ocasiones, porque nos cuesta salir de nosotros mismos para amar, a fondo, a los demás.

En otras ocasiones, porque un extraño deseo de aparecer y de ser reconocidos por los otros puede distorsionar hasta los actos más hermosos de amor.

A pesar de las dificultades, cada día miles de hombres y mujeres aman sin reflectores, sin anuncios en redes sociales, sin fotógrafos, sin aplausos.

Son personas que buscan solamente ayudar al caído, consolar al triste, cuidar al enfermo, acompañar al anciano que ya no puede valerse por sí mismo.

En sociedades donde las cámaras están continuamente a nuestro lado, en el bolsillo, junto a la cara, con posibilidades de «compartir» fotos de modo inmediato, es hermoso invertir, sin imágenes ni grabaciones, nuestro tiempo, nuestras fuerzas, nuestro corazón, para servir a los demás.

Amor sin reflectores parece un reto. Pero es más sencillo de lo que imaginamos. Basta con abrir los ojos, cada día, para descubrir necesidades en los de cerca y, cuando resulte posible, también en los de lejos.

De este modo, la fuerza que nos viene de Dios y la apertura interior al amor que hemos recibido (cf. Rm 5,5), harán posible esa entrega cotidiana, a veces heroica, para ayudar a quienes lo requieran.

Entonces viviremos las enseñanzas de Jesús, pues nuestra mano derecha no sabrá lo que hace la izquierda (cf. Mt 6,1-4), ni tampoco un texto autopublicado o una imagen buscarán aplausos («likes») que pueden contaminarnos con vanidades dañinas.

En un mundo lleno de imágenes y de «selfis», los gestos silenciosos y auténticos de amor tienen un valor único, porque permanecen en el corazón de Dios, y porque ayudan, eficazmente, a quienes necesitan bienes materiales, consejos y cariño.

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