Por Jaime Septién
Este inicio de 2019, como en cualquiera otro inicio de año, proliferan los buenos deseos. Que sea un año próspero, que haya salud, que haya trabajo… Todo eso está muy bien. Pero yo quisiera introducir algo más: que avancemos en la conversión de nuestro corazón.
No es difícil. Significa dejar de pensar que la Creación gira alrededor de nosotros. Y comenzar, en serio, a mirar a los demás como heraldos de Dios para nuestra salvación…, o nuestra condena.
El cuento clásico de Dickens que leemos por estas fechas -Un Canto de Navidad- contiene una enseñanza extraordinaria. Cuando «el fantasma de la Navidad pasada, presente y futura» se le aparece al avaro y mezquino señor Scrooge, le muestra lo que su corazón de piedra hizo, está haciendo y va a hacer, si no cambia.
La lección es clara. Dickens vuelca su talento en descifrar cómo hasta uno que aborrecía a la humanidad, si se entera del dolor de los más débiles, se transforma en amorosa compañía. Claro: no existe ese «fantasma» que nos avise lo mal que lo estamos haciendo. Lo que sí hay es el Evangelio.
Con él en la sangre, en el alma, en la cotidianidad, podremos salvar al mundo salvándonos a nosotros mismos. De eso se trata la conversión. De eso se trata el Evangelio. Y ése es el deseo que Jesús quiso colocar en el centro de la Historia.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 6 de enero de 2019 No.1226