Por P. Fernando Pascual
La vida tiene momentos en los que se producen cambios decisivos. Tras los cambios, inician nuevas trayectorias, con sus oportunidades, sus riesgos, sus beneficios y sus heridas, sin que por ello queden olvidados hechos más o menos importantes del pasado.
A veces, al mirar hacia ese pasado, surge un extraño sentimiento de culpa. Si hubiera sido más prudente al tratar con ese «amigo». Si hubiera aceptado ese puesto de trabajo. Si hubiera cerrado la ventana al sentir fresco por la corriente…
Las decisiones y omisiones del pasado tuvieron consecuencias. Lo ocurrido no puede ser modificado. El presente ha quedado beneficiado, o herido, por las cosas que escogimos antes, muchas veces desde la suposición de que iban a ser provechosas…
Si las heridas se acumulan, si el presente está lleno de dolor y de problemas, surge en no pocas personas un reproche por los errores cometidos en el pasado. Hay hechos, ciertamente, que no dependían de uno. Pero otros, tristemente, son consecuencia directa de las propias decisiones.
El sentimiento de culpa que surge al recordar nuestras decisiones equivocadas puede ser dañino si ahoga, si genera angustias, si paraliza, si provoca reproches amargados. De nada sirve reconocer culpas del pasado si con ello nos hacemos un daño inútil.
En cambio, el reconocimiento de algunas de esas culpas puede ser beneficioso si acudimos a Dios para pedir el don de la misericordia, si buscamos reparar los daños provocados en otros, si aprendemos a ser más prudentes y generosos en las decisiones del presente.
La vida sigue su trayectoria imparable. Lo pasado queda atrás, aunque sus consecuencias siguen ahí, ante nosotros. Ahora contamos con un presente único, que ofrece maravillosas oportunidades de bien si escogemos aquellas metas que nos ayuden a amar más a Dios y a nuestros hermanos…