Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Las Sagradas Escrituras enseñan que el ser humano, el hombre y la mujer, fueron creados por Dios a «su imagen y semejanza». Esta maravillosa y original enseñanza algunos la aceptan sin comprender, y otros la escuchan sin aceptar.
Más bien somos los humanos quienes nos hacemos imágenes de Dios según nuestros gustos o conveniencias. Queremos un dios a nuestra medida. Por eso, los llamados «derechos humanos», aunque interesan a todos, cada uno los entiende, inventa y maneja según su conveniencia, y los viola siempre que puede.
Mérito y gloria de la Iglesia católica es la de ser promotora y defensora de los auténticos derechos humanos. Oigamos a qué altura coloca al hombre: «El misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado» (GSp.22), de Jesucristo.
Para la Iglesia católica la dignidad humana radica en su relación con Dios. ¿Cómo es esta relación? Es una relación personal, del todo singular, pues ser «imagen y semejanza» de Dios sólo se dice del ser humano, de nadie más. Ya el salmista se preguntaba y le preguntaba a Dios: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Ps.8,5). El hombre desde siempre ha descubierto en su mente y en su corazón una dependencia particular de Dios. Dios «se acuerda» y preocupa por él. Este interés personal de Dios por el hombre es la clave de su misterio. Este misterio y enigma indescifrable sólo se esclarece en el misterio de Dios. El hombre es intocable en su dignidad, y quien toca al hombre toca a Dios.
¿Cómo es esto posible? Porque es «imagen» viviente de Dios. El Concilio lo explica así: «No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material… Es, en efecto, por su interioridad, superior al universo entero: a esa profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él, personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino» (GSp.14b).
Por tanto, el hombre es superior al universo entero «por su interioridad», por lo que la Biblia llama el «corazón» y nosotros la «conciencia». Y, en lo más profundo de su conciencia, es donde el hombre descubre una ley que le dice: «haz el bien y evita el mal»; ley que él no se da a sí mismo, pero que debe obedecer, porque es la voz de Dios, ante cuyo tribunal se encuentra, pues «la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más secreto de aquella» (16a), y se explicitará posteriormente en los diez mandamientos.
Es en la conciencia, en este «sagrario», «en lo más profundo del hombre», donde Dios hace oír su voz y el hombre dialoga con Dios. Allí Dios «juzga» al hombre y éste confiesa si practicó el bien o hizo el mal. Es en la presencia de Dios donde el hombre decide libremente su destino eterno. En la soledad de este santuario, convertido ahora en tribunal, se encuentra la creatura y su Creador. Nadie más. Cara a cara con su Dios, el hombre decide su destino final. En esta relación y decisión personal ante su Creador «radica la misma dignidad del hombre». Él solo, ante su Dios, ejerce su dignidad de hombre libre y su responsabilidad.
Sólo Dios es el origen de la dignidad humana y, por tanto, de los derechos del hombre. Ninguna autoridad humana puede apropiarse legítimamente de estos derechos y disponer de esta dignidad.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 20 de enero de 2019 No.1228