Por P. Fernando Pascual
En diversos momentos se ha formulado esta pregunta: ¿puede un Estado que aspire a ser democrático asumir como propia una visión ética concreta, en general o sobre algunos aspectos de la vida pública?
La pregunta, formulada de modo especial en lo que llamamos Occidente, recibe respuestas afirmativas o negativas, y se dan motivaciones diferentes para tales respuestas.
Una mirada atenta sobre el tema lleva a responder que todo Estado, lo quiera o no, asume como criterio organizativo una visión ética más o menos elaborada.
Pensemos en un caso que parecería paradójico: el de quienes defienden que un Estado verdaderamente pluralista y neutral no debería asumir ninguna visión ética.
Los defensores de tal idea tienen un criterio ético para juzgar la bondad o la maldad de los Estados: ver si adoptan o no contenidos éticos concretos. Es decir: no querer una visión ética concreta significa querer la visión ética que considera como bueno que un Estado no asuma visiones éticas…
La paradoja se supera con explicaciones que pueden ser mejores o peores. Por ejemplo, la que ofrecía el filósofo estadounidense H.T. Engelhardt, para quien los buenos Estados asumen criterios éticos muy genéricos y con pocos contenidos, mientras excluyen criterios éticos más concreto y parciales.
Otros autores, especialmente entre los políticos, defienden claramente que los Estados necesitan adoptar criterios éticos concretos. Por ejemplo, defender las libertades individuales. O, en una visión bastante diferente, adoptar una fuerte intervención pública para promover la justicia y la igualdad entre todos.
Los debates sobre un tema no fácil sirven para mostrar que, en el fondo, ningún Estado puede prescindir de un mínimo de criterios éticos. El verdadero problema radica en identificar cuáles sean los mejores entre esos criterios éticos, en vistas a conseguir modos de convivencia que tutelen la vida buena para todos los miembros de la sociedad.