«Todo estuvo en mi contra —relata Fátima—; del trabajo me amenazaron con correrme, así que renuncié; de la universidad se me empalmaba el examen de admisión así que lo adelanté; mi novio amenazó con cortarme y corrí el riesgo».
Los voluntarios iban a tomar el único vuelo del día hacia Mazatlán para ahí abordar el barco; pero, al llegar al aeropuerto, resultó que el nombre «Fátima Esponda» no estaba registrado. «Le pedí al sacerdote que se fueran sin mí. Pero el padre se negó; dijo que si no iba yo nadie iría. Así que nos juntó a todos, nos tomamos de la mano y rezamos un Ave María. Después explicó que cuando fue por la bendición del párroco, él le dijo que cualquier cosa que se le atorara la Virgen María iba a cuidarnos». Hecho esto, «me volví a formar y di mi nombre completo:’¿Me podría dar mi boleto de avión?, soy María de Fátima Esponda’. Y así sí aparecí».
Cuando estaban en el avión, el sacerdote tomó un salvavidas y lo guardó en su equipaje de mano; a Fátima le pareció que aquello no era correcto, así que se lo hizo saber al presbítero; pero éste le contesto: «Tú no sabes cuándo vas a necesitarlo».
Ya en Mazatlán, una persona tatuada le dijo al sacerdote: «¿Me regala una maleta?». Al contestarle que no era posible, la persona contestó: «No importa, de todas formas hoy vas a perderlo todo».
Cuando llegaron al puerto militar, resultó que en el registro para abordar no aparecía el nombre de ninguno del grupo. «Así que el padre nos invitó a rezar un Ave María y poco tiempo después recibió una llamada de una persona muy importante, el señor Coppel que nos ayudó a pasar por medio de un amigo suyo.
«En el barco íbamos 160 pasajeros, entre ellos: seis misioneras, dos sacerdotes y familiares de prisioneros. Todos estábamos en la cubierta del barco ya que era un barco de carga y abajo iban las provisiones (gas, gasolina, víveres). El barco era muy viejo, tenía más de cien años, así que había que apagarlo a la mitad de la noche porque se sobrecalentaban los motores.
«El barco estaba llena de pelotas con forma ovalada, llamadas ‘tamarindos’. Le pregunté a un marinero para qué servían y me explicó que si las avientas al mar se vuelven lanchas salvavidas, pero comentó: ‘Este barco es tan, pero tan viejo que nunca abrirían’.
«Estábamos dormidos cuando, a eso de las 4 de la mañana, sonaron unas chicharras que iluminaban de rojo todo el oscuro mar. El marinero encargado de apagar los motores también se había quedado dormido, y, al sobrecalentarse, explotaron. Pero el sacerdote, tras ver esa luz penetrante y esa humareda, se volvió a recostar en su bolsa de dormir.
«¡Casi me da un paro al ver su actitud de paz ante una situación de muerte! Corrí a despertarlo para pedirle que me confesara, pues no sabía si saldría viva de esto. Atrás de mí vi cómo se formó una cola grande para confesarse. Así que el padre se paró, levantó las manos y dijo: ‘Todo aquel que esté arrepentido, queda absuelto de sus pecados’ y finalizó diciendo: ‘Nos vemos en el Cielo’.
«Cuando escuché cómo terminó su confesión general, le dije: ‘¿Qué? ¿Cómo que nos vemos en el Cielo?’. Y me respondió ecuánime: ‘Tranquila, Faty; en unos minutos verás la cara de Jesús’. Y pensé: ‘No, yo no quiero ver la cara de Jesús todavía’. No me imaginaba llegando al Cielo con las manos vacías cómo las tenía.
«Luego llegaban grupos de marinos diciéndonos que saltaríamos del barco. Ahí perdí otra vez la paz: había buscado en National Geographic esa zona y aparecía que era la parte del Pacífico con más tiburones blancos».
Sacaron los salvavidas y «el padre pasaba todos y se quedó sin nada en cuanto se acabaron; así que abrió su maletín y sacó el que había guardado del avión y volteó a verme con una cara de gran satisfacción».
«A punto de saltar yo, recuerdo a un marinero gritando: ‘Salten lejos de las turbinas para que no se los chupen’. Órale, pensé, aquí sí que se juntaron mis peores miedos: morir ahogada, comida por un tiburón, quemada o naufragada».
Ya en el agua los «tamarindos» sí abrieron, pero mientras Fátima nadaba hacia uno de ellos, perdió su mochila en el mar; se quedó sin nada, como había anunciado aquella persona que pedía una maleta.
Ya en la lancha «una amiga me tomó fuerte de la mano y me puso una Medalla Milagrosa entre las dos y rezamos y rezamos Aves Marías. Nos íbamos alejando del barco. Pero nunca explotó gracias a los marineros que se quedaron y entre todos aventaron los tanques explosivos al mar.
«En las lanchas duramos varias horas que parecieron días, nadie hablaba. Logramos amarrar unas con otras; algunas iban sin piso porque la gente, al huir del fuego, se aventó del barco directamente sobre las lanchas y las desfundó al caer».
Al salir el sol Fátima bajó de la lancha a nadar para desentumirse. Y cuando acababa de subirse de nuevo, vio una aleta de tiburón: «Iba a a gritar que había un tiburón, pero el marinero me tomó fuerte la pierna y me dijo claramente: ‘No me asustes a la gente’», así que ella no dijo nada.
Cuando ya estaban perdiendo la esperanza de ser rescatados, vieron pasar por el cielo un avión comercial y decidieron lanzar una luminaria (bengala) de cada lancha al mismo tiempo para lograr llamar la atención del avión a fin de que éste pidiera ayuda.
«Al parecer sí nos vio porque llegaron dos helicópteros a las pocas horas, que indicaban nuestras coordenadas para que dos buques llegaran a rescatarnos.
«Un buque iba a la isla y otro al continente. Era hora de escoger si regresar a casa o ir con los presos. Al principio mi reacción primaria fue salir corriendo con mi mamá a mi casa y no volver nunca. Pero el sacerdote me hizo reflexionar diciendo: ‘¿Hasta acá has llegado y vas a dejar vencerte por esto, sin haber completado tu misión?’. Y entendí que eso era sólo el comienzo de una gran aventura. Así que decidí subirme al buque que iría a la isla. Entendí que Dios me quería ahí, que estuviera en esa experiencia para que pudiera demostrar su Misericordia.
Ya en las Islas Marías se les asignó a los misioneros una casita abandonada, de esas en que los prisioneros vivían con sus familias.
«Así fuimos viviendo como presos. A mí me dijeron que Islas Marías puede ser tu gran bendición o tu gran perdición. La amas o la odias, no hay punto medio; yo, desde que llegué la amé.
«Ese cacho de tierra rodeado de mar, en donde un grupo de hombres luchan todos los días por mejorar y por redimir sus pecados en la tierra, me parece increíble. El contacto con la naturaleza que tuvimos, la entrega de cada preso a nosotras me marcó; ellos estaban muy agradecidos porque casi perdemos la vida sólo por pasar tiempo con ellos.
«Eran varios pueblos, así que nos teníamos que dividir los días entre el equipo. Hacíamos dinámicas de catarsis para que sacaran el odio empezando por reconocerlo, y también dábamos charlas formativas y reflexivas que hicieron que muchos se acercaran a confesarse, a hacer su primera comunión o en su caso su confirmación.
«En las mañanas tocaba jugar con los niños, hijos de presos, y darles catecismo. Era como traer una jauría de pájaros junto a ti todo el tiempo, nunca te dejaban sola. Para desayunar, comer y cenar nos invitaba un preso a su casa; normalmente por el honor que sentía de tenernos ahí, cocinaba él en lugar de su mujer; y como se habían quemado todos los víveres, dieron un permiso especial de poder cazar iguanas y liebres (en temporada normal hacer esto suma un año más de cárcel).
«Recuerdo que me caminaron ratas mientras dormíamos; tal vez el naufragio fue una buena preparación a estas situaciones, porque no lo recuerdo con malos sentimientos» El naufragio «no sólo preparó mi alma para esas situaciones sino para vivir la vida de cara a Dios y agradecida por todo».
Con información de Ana Paula Morales
TEMA DE LA SEMANA: ISLAS MARÍAS: EL EVANGELIO TRAS LOS «MUROS DE AGUA»
Publicado en la edición impresa de El Observador del 17 de marzo de 2019 No.1236