Por José Francisco González González, obispo de Campeche
El domingo pasado estábamos reflexionando en lo acaecido entre Jesús y el demonio en el monte de las tentaciones. Ahora, estamos en otro monte, en el monte de la transfiguración (Lc 9, 29-36).
Lo sucedido en ese monte, ante la presencia de tres de sus más cercanos apóstoles, es un hecho misterioso, bello y, a la vez, no fácil de comprender. Tan es así, que la misma dinámica de la narración termina en el silencio.
Llama la atención el hilo que conduce estos dos acontecimientos; es decir, la realidad de Jesús de ser “Hijo del Padre”. Y esa misma realidad e hilo conductor forma el trípode con la experiencia del Bautismo.
En el desierto, el diablo pone a prueba a Jesús justamente en su filiación divina. Lo leíamos el domingo: “Si en verdad eres el Hijo de Dios…”. En el Tabor, será Pedro quien se encarga de tentar a Jesús, confirmando que la prueba acompañó toda la vida al Señor, y también por boca de sus más estrechos colaboradores.
Lucas sitúa la manifestación del Tabor “unos ocho días después de estos sucesos”. El octavo día es el día de la plenitud que completa la creación, día de la vida que continúa más allá de la muerte, y que los primeros discípulos vieron triunfar en la resurrección de Cristo, acontecida precisamente el día después del “séptimo día, del sábado¨. En el Tabor, Jesús da una muestra del Reino que viene a instaurar.
Pedro, Juan y Santiago son escogidos para subir a este monte. Esta montaña no es muy alta, pero sí es escarpada. Estos discípulos tienen liderazgo en el grupo, mas son algo difíciles en su camino de conversión. Ellos mismos, los tres, van a estar en otro monte, el de los Olivos, en la experiencia de Getsemaní.
MONTE DE ORACIÓN
En este momento, Jesús ora. El evangelista no nos dice cuál es el contenido de esa oración filial de Jesús al Padre. Orar es estar ante un “Tú”, alguien distinto de mí, que me refleja quien soy. Lo que nos hace ser justamente ‘personas’ es la alteridad. Cuando estamos en aprietos o dificultades buscamos a un “tú”, porque la presencia de otro, nos revela y nos ayuda a identificar nuestra propia personalidad. Jesús también lo hizo. En la búsqueda de su Padre en silenciosa oración va a encontrar y descubrir el misterio de su vocación, que consiste en hacer presente el Reino de los Cielos.
En esta oración, el “rostro le cambió”. El rostro nos identifica ante los demás y nos permite entrar relación con otros. La blancura de sus vestidos es el color de la divinidad, del mundo de la vida que no muere.
En esta visión aparecen dos personajes que conversan con Jesús: Moisés y Elías. Ellos también están llenos de Dios, imbuidos de gloria. Jesús dialoga, pues, con la Ley (Moisés) y los profetas (Elías). El diálogo se centra en su próxima “pascua”, su inminente salida de este mundo, su éxodo, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Después del primer asombro, Pedro intenta detener el tiempo. Él propone puros despropósitos. Quiere inmortalizar la gloria, construyendo tres tiendas. No quiere caminar por Jerusalén (la muerte, el Monte Calvario). Pedro aún es incapaz de comprender que la nueva Tienda de la presencia de Dios es Jesús mismo. Todas las Escrituras apuntan hacia el misterio de su muerte de cruz, como el único camino para llegar a la vida.
JESÚS UNE LA GLORIA Y LA CRUZ
El Antiguo Testamento era sólo para preparar la venida del Nuevo Testamento. Por eso, desparecen Moisés y Elías, y sólo queda Jesús, en el centro. Pedro había intentado poner en el centro la Ley: Una tienda para Jesús, otra para Moisés (centro) y otra para Elías, y no tiene ojos para comprender el misterio de un Dios que manifiesta su poder en la carne débil de su Hijo.
El punto culminante de la narración es la aparición de la nube y la voz que sale: “Este es mi Hijo, mi elegido, escúchenlo”. La voz y la visión se unen. Jesús revela el rostro del Padre y el Padre revela que Jesús es su Hijo predilecto. El término “elegido” es un título que encontramos en los cánticos del Siervo sufriente del profeta Isaías. Ese siervo actúa a favor del pueblo, al punto de dar su vida, como cordero inocente llevado al matadero. En Jesús se manifiesta la unión de la cruz y la gloria; el sufrimiento y la salvación.
¡El Señor es mi luz y mi salvación!