Dios no se resignó a perder al hombre después que éste comiera del árbol prohibido, queriendo ser como Dios.
Bajó al jardín y «llamó al hombre diciendo: ¿Dónde estás?» (Gn 3,9). Si Dios nos preguntara ahora a nosotros: ¿dónde está Adán?, vacilaríamos en contestar. Unos dirían no conocerlo; otros, que ya hicieron expediciones costosas sin resultado; alguno lo confundiría con el pitecántropo y los más nos dirán que dejemos de perder el tiempo. Simplemente ignoran el mensaje de Dios en las primeras páginas de la Biblia. No saben qué hacer con ellas. Ni con Adán.
La pertinencia de esta pregunta consiste en que se trata de nuestro padre. Junto con Eva, resultan ser «Nuestros Primeros Padres». Como el asunto viene a ser de familia, insistimos: ¿Qué responderíamos a Dios? Adán confesó que estaba escondido y nosotros ni en su escondrijo lo pensamos. Lo cierto es que hemos perdido a nuestro padre Adán. Y si tomamos en serio aquello que dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», resulta que hemos perdido la imagen de Dios. La perdimos todos, porque «Adán es la humanidad» (S. Gregorio de Nisa).
Adán dejó de cultivar la tierra con su sudor, para ir a ver el cadáver de su hijo Abel con estupor. Desde entonces se lanzó por el mundo, desesperado, en busca del hijo asesino, Caín. Comprendió entonces la gravedad de su pecado. Habiendo recibido de Dios el mandamiento de crecer y multiplicarse, en un solo día perdió su descendencia. Adán es un padre fracasado. Pero ¿dónde está Adán? Todavía lo tenemos perdido por el mundo tras Caín. Eva, la Madre de los vivientes, sigue velando la tumba de su hijo Abel, para ver si rescata su cadáver para devolvérselo a Dios, de quien Ella «lo recibió» (Gn 4,1). Ahora todos andamos sin hermanos, sin padre, con madre enlutada y sin Dios. Una jauría.
¿Qué es lo que nos está pasando en México? Que al haber perdido a nuestro padre Adán, hemos perdido al portador de la «imagen de Dios». Y la fraternidad. Hemos dado cabida en nuestro corazón, como Caín, a la «fiera en acecho», que no hemos sabido dominar. Así, la fiera, primero acurrucada y ahora posesionada de nuestro corazón, nos conduce a olvidar la paternidad, romper la fraternidad y a sembrar la patria de cadáveres. Caín, el hermano asesino, sigue recorriendo a sus anchas el territorio nacional sembrando muerte a placer. Al haber perdido la imagen de Dios que portaba Adán y que debía heredar a sus hijos, ahora sólo nos resta la imagen de la bestia que se introdujo en el corazón de la humanidad. La piel de animal con que Dios cubrió la desnudez del hombre pecador cobró vida en su interior.
Sin el reconocimiento de un padre común no existe fraternidad. Necesitamos encontrar a nuestro padre Adán y en él redescubrir la imagen de Dios. Sin un Padre común hemos perdido la imagen y semejanza divina, hemos caído en las garras de la fiera, y revestidos con la túnica de pieles, desplegamos nuestra animalidad y brutalidad asesinando a humanos y hermanos a placer. Y renegando del Padre Dios. Todo asesinato es un fratricidio, repudio de la paternidad de Dios. Nosotros llevamos en México un siglo, y más, de violenta orfandad oficial. Para los mexicanos implica también el agravante de renegar de nuestra Madre, la que se presentó ante nuestra situación de muerte, como «la Madre del Dios por quien se vive», y por quien hemos vivido en mortal e impuesta soledad desde el seno materno hasta la actualidad.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 26 de mayo de 2019 No.1246