Paul Claudel (1868-1955), un diplomático, poeta y dramaturgo francés, tuvo inesperadamente su encuentro personal con Cristo en la Navidad de 1886, cuando tenía 18 años de edad. Al
respecto escribió:
«Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas… encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro… estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre…
«Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda…
«Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: ‘¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!’…
«¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban. La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco… Lo que para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!…
«Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón.
«Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios.
«Era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación.
«¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno…Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no
está Jesucristo».
TEMA DE LA SEMANA: ¿SE PUEDE ENCONTRAR A DIOS SIN BUSCARLO?
Publicado en la edición impresa de El Observador del 14 de julio de 2019 No.1253