Por Tomás de Híjar Ornelas

El verdadero hombre logra todo en su provecho, mas el que no lo es pierde siempre sus derechos

Don Juan Manuel

En el contexto complejo que ha colocado en el primer plano de la atención pública la vida privada de los ministros sagrados, sale ahora a discusión,

en el número 19 del Instrumentum laboris del documento «Amazonia, nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral», para mejor disponer al Sínodo sobre Amazonia, en el Vaticano, del 6 al 27 de octubre, la propuesta de conceder el presbiterado a varones casados dispuestos a atender las necesidades pastorales de quienes viven en ese inabarcable y complejo territorio.

No faltan quienes creen que si el tema se discute se estará dando el primer paso para socavar la disciplina del celibato, aunque si bien se ve, en este caso lo uno no supone lo otro, toda vez que el planteamiento, hecho aquí en términos más que comedidos se reduce a plantear al Papa la posibilidad de permitir que en ciertas áreas geográficas muy aisladas haya laicos casados, libres ya del deber natural de la procreación y de la crianza de la prole, que dediquen algo de su tiempo o todo él al ministerio ordenado.

Así, ni se vulnera la disciplina vigente que antes de conceder las órdenes pide que quienes aspiran al estado eclesiástico prometan mantenerse célibes de por vida, sino admitir a casados –varones probados o viri probati– para que, bajo ciertas condiciones, presidan válidamente la misa en aquellas comunidades a las que nunca o casi nunca llegará un clérigo.

Esto a sugerencia de comunidades indígenas, que reclaman un derecho: el de tener acceso a la Eucaristía y demás sacramentos y en fidelidad al espíritu de la Iglesia primitiva, que respondió a sus necesidades «creando los ministerios oportunos».

Un caso distinto es el de los varones viudos que solicitan las órdenes sagradas, y que pueden ser admitidos siempre y cuando sus hijos ya sean adultos y emancipados.

A nadie extraña que lo extremo de la medida llegue en un momento en el que muchos católicos han renunciado a seguirlo siendo por el abandono de sacramentos que padecen cuando no hay ministros ordenados disponibles para administrárselos.

De momento, pues, ni abolir el celibato ni hacerlo opcional, sino únicamente permitir una excepción a la norma en un área geográfica muy particular, dejando al Papa la última palabra, como cuando Benedicto XVI a clérigos anglicanos casados recibir el orden del presbiterado bajo el rito católico latino, o como ya lo propuso no hace mucho don Fritz Lobinger, obispo emérito sudafricano: ordenar ancianos casados para que ejerzan sólo el munus sanctificandi, que es como decir, la misa, la penitencia y la unción de los enfermos, no el regendi –gobernar– ni el docendi –enseñar–.

Lo que sí ha de quedarnos a todos claro es que los problemas que a la fecha exhiben en la picota del escarnio a muchos ministros religiosos, católicos y no, no deriva de la disciplina del celibato, sino del ejercicio malsano de una sexualidad trastocada en perversión que se fundamenta en ese vicio que con tanta energía ha denunciado el Papa Francisco: el clericalismo, el cual consiste en atribuirle a una persona propiedades que ésta no tiene sólo por su investidura en el ámbito sagrado, tema del que la Iglesia católica tiene un trecho muy largo por recorrer, comenzando por la propia Sede Apostólica.

Clericalismo o abuso del poder desde una investidura moral sí que es un absceso maligno que debe extirparse de todos los ambientes religiosos, en particular de aquellos en los que el culto a la personalidad lo alienta.

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