Por P. Fernando Pascual
Cristo enseñó que si el grano de trigo no cae y muere queda solo, pero que da mucho fruto cuando muere (cf. Jn 12,24).
No solo lo enseñó: lo vivió. Porque Cristo es quien, al dar su vida por amor, ha vencido a la muerte y ha producido una fecundidad inimaginable.
Desde entonces, la espiga de los creyentes crece y crece, se propaga, avanza a lo largo de la historia.
Unidos a Cristo, miles de corazones han aprendido a dar su vida. Al morir en el surco, tras las huellas de su Maestro, han llenado de fecundidad el mundo.
No conocemos el número de cristianos que han logrado esa fecundidad al ser capaces de darlo todo al seguir a Cristo, el primer grano de trigo.
Pero un día comprenderemos que la entrega de esos héroes, muchos desconocidos, ha transformado la historia, ha dado frutos incontables.
Lo expresaba de modo íntimo y profundo una mártir del siglo XX, filósofa y carmelita, que supo morir bajo una de las tragedias más grandes de la historia.
«En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado» (Edith Stein, Vida escondida y epifanía, en Obras Completas V, Burgos 2007, 637).
El mundo está lleno de «celebridades» que brillan y reciben aplausos y reconocimientos. Pero sus acciones son estériles si no están unidas a la entrega propia de la fecundidad.
Cristo, el primer grano de trigo, dio inicio a una cadena de amor que llega hasta nuestros días. Cada vez que comulgamos dignamente en la misa y recibimos el fruto de la entrega del Maestro, dejamos que Su Vida nos transforme.
Entonces podremos también nosotros, como tantos y tantos católicos de todos los tiempos, morir serenamente en el surco y ser fecundos para la vida de nuestros hermanos.