Por P. Fernando Pascual
Pedimos consejo en mil asuntos de la vida humana. En lo que se refiere al cuerpo, para encontrar una buena dieta, para evitar daños en los ojos, para encontrar un médico competente ante ciertos síntomas que nos inquietan.
En lo que se refiere al alma, para elegir buenas lecturas, para tomar decisiones válidas, para discernir antes de aceptar un empleo o de dejarlo, para continuar o romper con una relación que no parece sana.
¿Por qué pedimos consejo? Porque la vida está llena de incertezas. Porque tenemos miedo a equivocarnos. Porque sabemos que un buen consejero ofrece luz y ayuda para comprender mejor las cosas.
Es cierto que los consejos no sustituyen la propia libertad. Tras pedir consejo, cada uno necesita evaluar con calma lo recibido y, luego, tomar autónoma y responsablemente las decisiones que espera sean mejores para la propia vida y la de otros.
Existe el peligro de encontrar malos consejeros, personas que dicen saber cuando en realidad están equivocadas o confusas, si es que no buscan engañarnos con una malignidad dañina.
Gracias a Dios, existen buenos consejeros. Son personas que desean nuestro bien, que tienen algo de experiencia sobre las ideas que nos ofrecen, que nos respetarán si luego no seguimos aquello que nos aconsejaron.
En un mundo donde hay miles de ofertas en libros, grabaciones, páginas de Internet, necesitamos una mirada penetrante y un corazón prudente para apartarnos de voces engañosas y para escuchar a buenos consejeros.
En momentos sencillos, o en situaciones importantes, pedir consejo refleja nuestra humildad ante la falta de luz, y nuestra confianza en la bondad de quienes saben ayudar con sus palabras al necesitado.
Con la ayuda de consejeros de calidad, y desde la luz que Dios ofrece siempre a sus hijos, el camino de la propia vida evitará peligros más o menos serios, y se orientará hacia horizontes en los que sea posible crecer en el amor y la justicia.